Ella Fitzgerald
Ella Fitzgerald
Una voz para recordar

Por Ana María Zancada
Podrán pasar muchos años pero el protagonismo de Ella Fitzgerald en la música no será olvidado. Sin embargo su historia es muy triste. Nació en Newport, Virginia, Estados Unidos hace cien años el 25 de abril de 1917. Creció en Yonkers, Nueva York. Sufrió una pobreza permanente. Su padre era conductor de tren, su madre lavandera. Él la abandonó. Entonces junto al novio de su madre se trasladaron a Nueva York. Pero la pequeña terminó en un reformatorio.
Su contacto con la música comenzó en la escuela y el coro de la iglesia. Pero su infancia prácticamente transcurrió en la calle donde aprendió a pelearle a la soledad de frente. Además de todo esto era negra. En 1932, la madre muere en un accidente de tráfico. Queda con Da Silva, el novio de la madre durante un tiempo hasta que una tía se hace cargo de ella. Tuvo problemas de conducta y con la policía, ausentismo escolar, conoció la soledad de los reformatorios, trató de escapar varias veces, incluso de su casa.
De pequeña le gustaba cantar y bailar en el club escolar y en el coro de la Bethany African Methodist Episcopal Church. Aprendió a tocar piano, escuchando atentamente las grabaciones de Louis Armstrong y las Boswell Sister. En 1932 se trasladó a Nueva York, iba a vivir con un tío pero terminó en un hospicio. En 1934 lo abandonó para debutar como cantante. Comenzó en Harlem. En 1935 estaba con la banda de Chick Webb. Su aptitud para el canto era absolutamente natural. Tenía 17 años y los críticos del ambiente ya la conocían. Decían de ella “No hay razón para pensar que no llegue a ser la mejor dentro de un tiempo”... Comenzó a grabar. Era una cantante de pop y swing que daba lo mejor de sí. Su primer disco fue “Love and Kisses” y desde el comienzo se ubicó en el bebop, estilo que la definió a través de toda su carrera.
Pero como suele suceder y no solamente en las películas, lo que la iba a identificar fue una casualidad. En uno de sus espectáculos, olvidó la letra de una de las canciones y echó mano a la improvisación usando el scat. Sólo ese don especial que tenía pudo sacarla de esa situación, fue todo un éxito, tan es así que se transformó en uno de sus rasgos personales, llegando a perfeccionar como nadie el estilo. Abarcó todos los ritmos, todos los sonidos que manejaba con solvencia increíble: desde el bibop, jazz, scat, soul, bossa-nova y por supuesto el blues. Su versatilidad hizo de cada actuación un delirio. Atrás quedaban los días de miseria y orfandad. Efectuó numerosas grabaciones con Louis Armstrong, Count Basie y Duke Ellington. En 1941 comenzó su carrera como solista. Sus grabaciones de “Lady be good”, “How high the moon” y “Fliyng Home” se hicieron muy popular entre 1945 y 1947 y su lugar como una de las voces más importantes del jazz ya era una realidad.
Fueron famosos también sus duetos con el pianista Ellis Larkins entre 1950 y 1954. Allí abordaba temas de George Gershwin. Apareció en una película en 1955. Grabó temas de Cole Porte, Duke Ellington, Jerome Kern. En 1960 grabó su concierto en Berlín que se convirtió en un verdadero éxito. Ganó trece Premios Grammy y uno por su trayectoria artística, además de muchísimos más en diferentes oportunidades: Medalla de Arte, Medalla Presidencial de la Libertad. En 1990 recibió un Doctorado Honorario en Música de la Harvard University.
Pero la vida se ensañó con ella. Tal vez algún sino trágico la marcó desde el nacimiento. El calor de los aplausos de un público que no conocía las lágrimas de la orfandad no pudo cambiar el destino injusto de una enfermedad con la que ella no pudo luchar. La diabetes no perdonó sus piernas. Fue amputada de ambas, por debajo de las rodillas. Pero la música fue la fuerte amarra que impidió que sucumbiese. Siguió cantando. Su voz era el desgarro de su alma sufriente. El escenario fue su lugar en el mundo y el delirio del público que fiel la seguía y la aclamaba, el único cobijo de su sino doloroso. La increíble fortaleza de ese ser devastado por las injustas circunstancias de un destino que no eligió, la sostuvo a través de un público que la acompañó hasta su última actuación. Ciega ya y en su silla de ruedas, su canción sacaba afuera los dolores y reclamos de un ser elegido por el destino para trascender la temporalidad humana, a través del sonido increíble de una voz profunda y auténtica nacida en la soledad de una angustia que buscaba inútilmente el abrigo necesario para calmar la orfandad de toda una vida. Supo del dolor profundo que no llegaron a calmar las numerosas distinciones que recibió: el presidente Reagan le otorgó la Medalla Nacional de las Artes y las Letras. Varias universidades la distinguieron con el título de Dra. Honoris Causa. Buenos Aires tuvo la oportunidad de disfrutar de su actuación la primera vez en 1960 con el cuarteto del pianista Paul Smith, y once años más tarde junto al Tommy Flanagan Trío. Fue una mujer valiente que enfrentó un cruel destino, pero ofreció pelea de frente, con la tenacidad que sólo pueden tener los que han sentido en carne propia los rigores de un destino injusto. Ella Fitzgerald dejó este mundo en 1996. Tenía 79 años.