De la escritura como un inesperado cross de izquierda

Imagen de la pelea entre Horacio Accavallo y Katsuyoshi Takayama, el 1º de marzo de 1966. Foto: ARCHIVO.
De la escritura como un inesperado cross de izquierda

Imagen de la pelea entre Horacio Accavallo y Katsuyoshi Takayama, el 1º de marzo de 1966. Foto: ARCHIVO.
Por Estanislao Giménez Corte
http://blogs.ellitoral.com/ocio_trabajado/
“(...) como ves, hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio”.
Lewis Carroll, “Alicia a través del espejo”, 1871
I
Las equivalencias, analogías y comparaciones que pueden establecerse entre el trabajo intelectual (el literario, por caso) y los deportes, sin ser masivas o abundantes, y en algunos casos viéndose como incipientes o inaugurales, pueden sin embargo rastrearse en ejemplos más o menos reconocidos y en libros que, entiendo, vienen a satisfacer un vacío y a reparar un craso error, que se origina probablemente en la idea asumida sobre lo que es un artista y en especial sobre lo que no es. Aquella noción concibe como antinómicas las artes del pensar y los modos de ejecutar las acciones del cuerpo: es la escisión propuesta entre la naturaleza y la potencia de las extremidades, los sentidos, lo corpóreo, lo tangible y el mundo de las ideas y de lo abstracto, que tan bien y tanto han desarrollado algunos filósofos.
Aquellas equivalencias del inicio son, con todo, bellas formas de referir a las múltiples y a menudo ignoradas vinculaciones entre la fuerza físico-motriz -con el músculo como síntesis-, y el trabajo de la imaginación, de la proyección, de la argumentación -con la mente como impulsora de un viaje personal a las delicias de la invención, a las profundidades de lo posible y a los lugares inhóspitos de lo imposible-. Tradicionalmente, como referimos, la imagen del artista es la de alguien en cierta medida enemistado con los rigores del entrenamiento y ajeno a las destrezas del cuerpo. Es la imagen romántica del bohemio, del sujeto abandonado a las tribulaciones de lo onírico y/o de la ficción; de lo que puede hacerse o no por fuera de las rigideces de la concentración y de un posible ritmo autoimpuesto. Es la imagen, finalmente, de un sujeto que se acomoda en las antípodas del sudor y de la precisión, reservadas sus aptitudes a los saltos de la especulación, a la libertad (no a la labor cronometrada), al caos y al antojo; a las infusiones y a la “expansión de los límites de la consciencia” en un discurrir sin norte aparente.
II
Pero esta contradicción, o es falsa, o es parcial o, quizás, es demodé. Puede decirse que, además, estaría basada en una profunda equivocación que puede repararse así: el trabajo físico y el intelectual pueden ser complementarios (¿deben serlo? ¿lo son, de facto?). Esta correspondencia -imaginaria o realmente vista- no se da en todos los casos, no se presenta como una verdad esgrimida en un puño, pero sí emergente como posibilidad ciertamente dulce en la inversión de la norma y las convenciones. Y, además, podemos agregar: muchos artistas trabajan, organizada o maniáticamente, con horarios, procesos y métodos de naturaleza filo-militar, con una organización que se opone la tesis inicial de este escrito. La dilatada noción del poeta iluminado que “recibe” una revelación aleatoriamente es por lo menos singular, tan hermosa como improbable, en la medida en que estas epifanías (revelaciones) pertenecen más a una imaginería aceptada sobre el arte que al arduo, lento y áspero trabajo de la “esgrima arbitraria” de la que hablaba Baudelaire.
Uno de los casos más emblemáticos en la encrucijada deporte-arte se halla en Haruki Murakami, maratonista y novelista a la vez, que en “De qué hablo cuando hablo de correr” (2007) establece interesantes zonas comunes en el binomio referido. Leemos allí: “el simple hecho de correr, asegurándome un tiempo de silencio sólo para mí, se convirtió en un hábito decisivo para mi salud mental”; y: “escribir novelas se parece a correr un maratón (....) corro para lograr el vacío”.
Podemos sumar aquí la importancia de ciertos momentos de retraimiento en que la soledad y el esfuerzo se combinan en dosis equilibradas al interior de una persona, en la conocida idea del creador como un misántropo (1). Puede tratarse de un sujeto que aborda una calle o un recorrido con el énfasis puesto en bajar sus tiempos o simplemente en llegar a una meta, peleando a mano limpia con el cansancio, con el calor, con los límites de la falta de aire. En ese esfuerzo, dirían los científicos, se oxigena el cuerpo y se liberan endorfinas (etc), pero no pretendemos aquí una explicación química, sino acaso una de naturaleza poética. Creo, como practicante del running, que la mente, a menudo atestada, cuasi colapsada u obturada por X pesos, en el ejercicio físico “se limpia” y hace lugar (si se me permite la metáfora orientacional) a nuevas conexiones, a nuevas relaciones y, lo más importante, a la elaboración de síntesis. La mente, entonces, “encuentra” soluciones o atajos a través del voluntario castigo del cuerpo dado por una rutina exigente: podemos pensar como consecuencia que las ideas que no aparecen por acumulación o exceso pueden surgir, justamente, por la “elaboración” o la “construcción” de un vacío (valga el oxímoron); lo que no hallamos en las fórmulas acostumbradas puede presentarse en un tarea que sea su perfecto reverso. Es, de alguna forma, la idea de Horacio de “dejar descansar un escrito” (la mejor forma de escribir sería no hacerlo por un tiempo). Correr y escribir son hábitos que, como si estuvieran trazados en paralelas, pueden observarse de lado y co-ayudarse. Si debiese “tirar” de este concepto, puede suponerse que de todas aquellas actividades en que lo racional no prima o es disminuido momentáneamenre por otras fuerzas -el sueño, el entrenamiento fuerte, la intoxicación con drogas o alcohol- emergen novedosos modos de “ver” las cosas, provistas por una suerte de intuición elemental. Son modos de llegar a algún sitio que no siguen un procedimiento inductivo o inferencial, por referir a principios científicos; hallazgos ocasionales derivados de trayectos misteriosos y posibles “eurekas” propias del arte, que -sin embargo- pueden iluminar vastas zonas de lo académico y de lo científico desde su desarrollo sin método.
III
Otra posibilidad interesante a incluir es el modo en que algunos escritores usan figuras del deporte para pensar el arte o, por caso, su propia literatura. Muchos recordarán la idea del cross arltiano plasmada en el notable prólogo a “Los Lanzallamas” (1931). Sentencia Arlt, allí: “Hay que escribir páginas que tengan la fuerza de un cross a la mandíbula y que los eunucos bufen...”. Ahora, es posible considerar que esta idea está sustentada en la lectura de la carta de Kafka a su amigo Oskar Pollak, en 1907: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? (...) Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.
Aún más ceñida es la idea que refiere a la relación específica entre el boxeo y la literatura. Algunos autores, como Cortázar, han escrito afamadas páginas a propósito (“Torito” y “Descripción de un combate”). Otros, como Henry Miller, Mark Twain, Ernest Hemingway, Francis Scott Fiztgerald, Abelardo Castillo, Maurice Maeterlinck, Norman Mailer, Jack London, además de publicar artículos o ficciones sobre el tema, han practicado el boxeo de formas más o menos semi-profesionales. Lord Byron ilustró así esta relación: “Mis hombros y mis brazos están cansados, pero después del ejercicio estoy mejor dispuesto para el trabajo intelectual. Cuando el esfuerzo es frecuente, más fresco está mi espíritu el resto del día”. El guionista Budd Schulberg lo pensó como un feed-back: “escribir es proyectar golpes en la oscuridad que vienen de vuelta”. La lista podría seguir ad infinitum (2).
Diríase aquí que las imágenes del deporte colaboran en la comprensión, la representación o la ilustración del arte. Una mano que escribe es la continuación por otros medios del golpe de un atleta que, como mínimo, tiende a generar una “modificación” en el estado de cosas circundantes: ambos aspiran a sacudir, a conmover, a romper.
La literatura pensada como un golpe también puede ayudarnos a introducir la noción de “asimilación”: ¿qué hacer con aquello que inesperadamente nos saca de lugar, nos obliga a ponernos de pie o a entenderlo, nos asfixia en la pequeñez de nuestro intelecto?. En ocasiones se da la lógica del golpe ciego: no lo vemos venir hasta que es tarde. El deporte ha contribuido felizmente en diversas empresas literarias: el arte, aquí, es pensado como intervención fáctica sobre el organismo de una persona. Pensemos en el roce físico, en el lector tocado que profetizó Whitman, para delicia de Borges y de Barthes.
La práctica del boxeo, suerte de danza áspera del asestar y del eludir, pone en jaque una cuestión elemental de las personas: qué hacer con el aire o, más bien, con su falta. El ejercicio anaeróbico, caracterizado por ejercicios breves e intensos, talla en la necesidad de la administración del oxígeno y, a posteriori, permite experimentar un delicioso cansancio, suerte de apertura sensorial en expansión que llega a su clímax en el momento previo al desmayo.
La literatura trabaja en los bordes, en los márgenes. El boxeo es una experiencia límite donde debe asumirse el castigo, el cansancio, el miedo. No será casual que en esa batalla moderna, en el panem et circenses de nobleza entre caballeros, emerge de a ratos, en su desnudez elemental, el animal que escondemos torpemente debajo de nuestras ropas, como quien se presenta para recordamos algo. En ciertas literaturas “viscerales”, como en el deporte, el trayecto seguido va del cuerpo a la mente, y no al revés. El cuerpo deja de ser un soporte o una cárcel (3) para devenir un lugar desde donde se alumbra una idea. Imaginemos, lector, la existencia de una suerte de estética del agotamiento: ésta trataría de observar, con paciencia de entomólogo, el momento límite del que no se vuelve; la fracción de tiempo en el que oscilamos entre abandonar la empresa o, aún a riesgo de nuestra propia demolición, tocar un hallazgo.
(1) Misantropía: aversión al género humano.
(2) Agradezco a los colegas Sergio Ferrer y a Mariano Pereyra Esteban, con quienes comparto las pasiones de la literatura y el boxeo, por sus interesantes aportes, comentarios y datos para esta nota.
(3) Referimos a la idea platónica del cuerpo como “cárcel del alma”.