Tribuna literaria

Kafka y el tiempo

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Franz Kafka. Ilustración: Lucas Cejas

Por Carlos Catania

A menudo me pregunto si el término “perdurable”, atribuido a un escritor, es síntoma ineludible de su calidad. En principio todo indica que es así. Los trágicos griegos, por ejemplo, lo testimonian. “Antígona” es tan vigente como entonces. ¿Y los escritores de nuestro tiempo? Pienso en Kafka encabezando la lista pero reconozco, en estas autobatallas teóricas, ser un tanto parcial. Vamos a ver.

Una y otra vez, a lo largo de mi vida, la voz de Franz Kafka (quizás una suerte de llamado) me ha incitado a releer su obra. Así que, cuando esto ocurre, abandono lo que estoy escribiendo y me entrego a su “Diario”, en primer lugar; luego a sus novelas y relatos. Como de costumbre, pese a la estrecha familiaridad con lo que leo, advierto que algo se me escapa siempre. Ese “algo” no es sólo una sensación, sino una especie de muro de contención del pensamiento analítico.

He pensado que, tal vez, este espacio neutro de estancamiento tenga algo que ver con aquello que Borges sostenía: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos dejado perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizás, el hecho estético”. Puede ser.

Acaso estoy buscando excusas para mis despistes mentales. Como quiera que sea, ese vacío permanece inalterable frente a cualquier ofensiva de análisis o conjeturas. Si aventuro una mirada hacia los innumerables escritores que han rendido culto a Kafka, me sorprende la nutrida cantidad de interpretaciones de que ha sido objeto. Pero ninguno menciona ese espacio sin sonido alguno del que personalmente he sido, y sigo siendo, víctima. Lo que me inclina a pensar que cierta paranoia literaria se ha adueñado de mi entendimiento.

Creo que no está de más recordar algunos escritores que se han ocupado de Kafka. Albert Camus, por ejemplo, decía que todo el arte de Kafka consiste en obligar al lector a releer, y que “El Castillo” es una teología en acción, pero ante todo la aventura individual de un alma en busca de su gracia. Le dedica un extenso ensayo al final de “El mito de Sísifo”. Por su parte, Ezequiel Martínez Estrada, en su libro “En torno a Kafka y otros ensayos”, se refiere a la obra del escritor checo que, con sus inmensos valores literarios, engarzaba en una concepción metafísica con tan preciso ajuste que el lector advierte que cada una de las piezas, novela o cuento, conecta su asunto con un argumento de dimensión universal.

Borges, en “Biblioteca personal”, declara: “Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo”. Paul-Louis Landsberg, en “Kafka y la metamorfosis”, realiza un riguroso análisis de este relato, uno de los más brillantes y profundos que he leído. En otro extremo ideológico, Georg Lukacs, en “¿F. Kafka o Thomas Mann”?, investiga lo concerniente al “realismo” y no puede evitar arrojar algunas flores a su objeto que, por un aspecto de su arte, dice, parecería que integra el grupo de los grandes realistas.

D. S. Savage dedica, en su ensayo “Franz Kafka: fe y vocación”, un examen de la división de la crítica: una parte opina que Kafka era un genio religioso y un artista consumado; la otra, que su personalidad era psicópata y su obra en continuo historial de neuróticas obsesiones. No hay caso: cuando más se introduce la mano en el seno de una obra profunda, más variadas especies salen a la superficie. Pero para no seguir aburriendo con esta precaria lista de exégetas, terminaré recordando a Sartre en “Situations II”: “La obra de Kafka es una reacción libre y unitaria frente al mundo judaico-cristiano de la Europa central”. Otra dimensión, otro camino.

Perdón. Me falta anotar una opinión disidente sobre nuestro escritor: la de Edmund Wilson, quien declara que “por mucha admiración que se sienta por Kafka, encuentro imposible considerarlo seriamente un escritor de primera línea”. Lamento carecer de espacio para fundamentar este juicio, pero el lector interesado puede hacerlo recurriendo a “Crónica literaria” (Barral, 1972), donde Wilson se explaya al respecto.

Después de tantas citas, Kafka merece intervenir. El 3 de enero de 1912 anota en su Diario: “En el momento de escribir es fácil observar en mí una gran concentración de fuerzas únicamente al servicio de la literatura. Cuando se hizo evidente en mi organismo que la literatura era la posibilidad más productiva de mi ser, todo se encaminó en esa dirección y dejó vacías aquellas aptitudes que correspondían a las alegrías del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica y sobre todo de la música...”.

Así las cosas, sigo permaneciendo en esa soledad compartida, en silenciosa comunicación con el universo kafkiano. No necesito analizar, ni descuartizar, ni juzgar aquello que me proporciona la posibilidad de una conciencia que ayuda a vivir en el caos cotidiano, a respirar un nuevo aire por amargo que sea, a iluminar aspectos ocultos de la condición humana. Tales conmociones operan, quizás, en los jardines del corazón o en las sutiles encrucijadas de la mente. Vaya a saber. Será cualquier cosa, menos una mentira.

Si aventuro una mirada hacia los innumerables escritores que han rendido culto a Kafka, me sorprende la nutrida cantidad de interpretaciones de que ha sido objeto.

Existe una división de la crítica: una parte opina que Kafka era un genio religioso y un artista consumado; la otra, que su personalidad era psicópata y su obra en continuo historial de neuróticas obsesiones.