Un drama que crece

Desaparecidos en México: un dolor que nunca se acaba

Hay casi 35 mil personas de las que no se sabe nada.

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Lilia Fragoso, esposa de un desaparecido, en la puerta de su casa en la ciudad de Chihuahua.

Foto: DPA

 

Andrea Sosa Cabrios - DPA

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El hijo de Luz María Durán trabajaba en un vivero en el norte de México. El esposo de Lilia Fragoso era soldador en una mina. El hijo de Yesenia Carrera construía una antena en un cerro. Todos ellos desaparecieron.

Hay una diversidad de historias entre los casi 35.000 desaparecidos de México. Madres de víctimas marcharán el jueves en Ciudad de México, en el Día de la Madre mexicano, para exigir verdad y justicia.

“La sociedad no quiere ver que es algo que está pasando día a día”, dice Fragoso, de 41 años, sentada en la pequeña sala pintada en color ladrillo de su casa en la ciudad norteña de Chihuahua, en una de las regiones con más desaparecidos.

Su esposo David Fuentes, que hacía trabajos de soldadura en la mina de Urique, desapareció en febrero de 2013 con otras cinco personas. Un testigo dijo que se los llevó un grupo armado. Unos días después fue secuestrado otro grupo de trabajadores de la mina.

Sin pistas, motivos ni un cuerpo para sepultar, el dolor nunca se acaba. “Es algo que no se puede superar. Decir ya son cinco años, ya pasó. No podemos”, afirma Fragoso. Una lágrima le cae por la mejilla.

Muchas de las desapariciones, algunas colectivas, son atribuidas al crimen organizado. Otras son desapariciones causadas por fuerzas de seguridad. La mayoría de las víctimas son hombres y jóvenes.

“Les ha resultado mucho más conveniente hacer desaparecer a la gente que matarla”, dice el sacerdote católico Oscar Enríquez, director del centro de derechos humanos Paso del Norte de Ciudad Juárez, Chihuahua, en la frontera con Estados Unidos.

Cuando hay un cadáver, explica Enríquez, se hace una investigación de oficio. Un desaparecido se esfuma. “La desaparición crea un sufrimiento permanente y continuado en las familias”, afirma.

Tres estudiantes de cine en Jalisco, 43 estudiantes de magisterio de la escuela de Ayotzinapa, 11 policías de Apodaca en Nuevo León, una jovencita que volvía a su casa después de un torneo deportivo en Coahuila.

Son algunos en la lista de la última década. En 2017 desaparecieron 4.975 personas y este año las autoridades llevan registrados 341 reportes de desaparición, con cifras parciales.

Las causas sólo a veces se saben: una confusión, una advertencia, una represalia, rivalidades entre grupos.

A veces aparecen cuerpos calcinados y huesos triturados. Otras, fosas clandestinas o unos pocos rastros biológicos cerca de tambos con ácido, como ocurrió hace unas semanas con los estudiantes de Jalisco.

El hijo de Durán, Israel Arenas, tenía 17 años cuando lo detuvieron en 2011 policías de tránsito del municipio de Juárez, en Nuevo León, con otros tres trabajadores del vivero.

Se habían quedado sin dinero para pagar unas cervezas en un bar y la encargada pidió auxilio al grupo de Los Zetas, que le brindaba protección. Llegaron policías, aliados del grupo.

Su hermano vio cuando lo esposaban. Fue lo último que se supo. Un agente fue condenado a 25 años de prisión por el secuestro y otro está prófugo, pero nada se sabe de los jóvenes.

“Supuestamente los ‘cocinaron’, pero por ADN no encontraron nada”, cuenta Durán en su vivero lleno de plantas y flores cerca de la ciudad de Monterrey, mientras muestra recortes de diarios que ha ido guardando sobre su hijo, sobre fosas encontradas, sobre detenidos.

La palabra “cocinaron” esconde una realidad terrible: la disolución de cuerpos en ácido para no dejar rastros.

De acuerdo con el fiscal general de Chihuahua, César Augusto Peniche, en el estado hay 2.402 personas desaparecidas. Más del 80 por ciento son hombres y el 40 por ciento de ellos tenía entre 25 y 35 años.

En 2017 se inhumaron en Chihuahua alrededor de 400 cuerpos con el estatus de personas desconocidas, además de que hay cajas y cajas de fragmentos óseos calcinados, algunos sin posibilidad de ser identificados y otros en proceso de análisis.

Una ley sobre desapariciones aprobada en octubre, gracias al impulso de organizaciones de apoyo a víctimas, ha dado algunas esperanzas a los que buscan a sus seres queridos.

La ley establece la creación de un sistema nacional de búsqueda de personas, con un registro nacional, fiscalías especializadas y protocolos unificados. La aprobación fue muy celebrada, pero el reto es su implementación.

Yesenia Carrera, de 49 años, tiene guardadas en el celular fotos con su hijo Carlos Antonio Perales, trabajador de una constructora que tenía 28 años cuando desapareció con seis compañeros. Las enseña conmovida en su casa de la ciudad de Chihuahua.

Carlos Antonio y sus compañeros habían sido subcontratados para construir la base de una antena de telecomunicaciones de la Fiscalía en Le Barón, en Chihuahua, para facilitar las comunicaciones de la Policía, con recursos de la Iniciativa Mérida de Estados Unidos.

Desde el 29 de agosto de 2015 no se sabe qué pasó. Y la vida de su madre ha quedado en suspenso. Constantemente va a pedir noticias a la Fiscalía, pero no hay novedades. “Lo único que hago”, dice, “es pedirle a Dios que donde esté, esté vivo”.