Entrevista al poeta Mariano Shifman

Musicalidad y acento

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Mariano Shifman sostiene que desde hace un tiempo para escribir prefiere las tardes. Hacerlo al aire libre, o en el patio, le resulta muy agradable.

Foto: ARCHIVO.

Por O. S.

Abogado y Licenciado en Letras, Mariano Shifman ha publicado los libros “Punto Rojo” (1er. Premio XI Certamen Nacional de Poesía, Editorial de los Cuatro Vientos, Buenos Aires, 2005), “Material de Interiores” (Proa Editores, Buenos Aires, año 2010) y “Cuestión de tiempo” (Poemanía, Colectivo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2016). Recibió premios y menciones en diversos certámenes de poesía y de relatos, entre ellos, además del citado anteriormente, los instituidos por las Municipalidades de las ciudades de 3 de Febrero, 25 de Mayo y Morón, Lomas de Zamora y Avellaneda (provincia de Buenos Aires), por la Fundación Victoria Ocampo, la Fundación Argentina para la Poesía, la Asociación “Gente de Letras”, por la radio 2x4 en homenaje a los cien años del nacimiento de Aníbal Troilo y por el Colegio Público de Abogados de la ciudad de Buenos Aires, en este último caso en el género cuento.

—¿Cuáles son tus primeros recuerdos en relación a la escritura y a la lectura? ¿cuáles fueron tus primeros intentos, aproximaciones o experiencias a lo que podemos llamar el hecho creativo?

—Naturalmente, en el principio fue la lectura. De muy niño me gustaba leer de todo un poco, pero me apasionaban particularmente los diccionarios enciclopédicos y los atlas. Leí también, a partir de los nueve o diez años, revistas de la época como “El Tony”, “Intervalo” y cuentos para niños. Recuerdo que me habían divertido los “Cuentos del mentiroso”, de Fernando Sorrentino, que formaba parte del programa de quinto o sexto grado de la primaria. En aquellos años, no recuerdo haber leído sistemáticamente poesía, más allá de los poemas que me daban a leer en la escuela.

Respecto de mi acercamiento a la escritura: fue a mis 24 años, una edad que parece un poco tardía -siempre se oye de aquellos poetas que ya a los 10 años participaban de la revista del colegio-. Sucede que durante unos cuantos años, desde los 14, me dediqué a jugar al ajedrez, un juego-deporte-ciencia demasiado interesante y que puede a llegar a aislar del medio ambiente (lo que a veces no deja de ser beneficioso). A los 24 ó 25 años, comencé a escribir cuentos, que aún conservo. A varios los fui “retocando”, e incluso uno se convirtió en una obra de teatro. Si no recuerdo mal, mi primer poema lo habré escrito en 1996, a los 26 años, y desde entonces, el género poético fue al que me dediqué casi invariablemente, salvo algunos retornos a la narrativa breve.

—¿Qué métodos, procedimientos, manías, son representativos de tu trabajo? ¿Cómo es el proceso productivo/creativo?

—No sé si tengo un método determinado a la hora de escribir. Suelo ir con las “antenas” dispuestas, porque lo que veo u oigo suele darme material para la escritura; incluso más que lo que leo. No pocos de mis poemas -incluso varios de mi último libro- fueron inspirados en conversaciones oídas en el tren, algunas de ellas sobre cuestiones esenciales pero dichas como al pasar por sus protagonistas, pero a viva voz y por eso, escuchadas -inevitablemente-. En cuanto a mi espacio para la escritura, diría que no soy demasiado exigente: con un cuaderno y una lapicera, y, en lo posible silencio, el poema puede nacer. Incluso el ruido, cuando es de fondo, como en un bar, no suele molestarme para escribir. En los primeros años prefería escribir por las noches. Desde hace un tiempo, opto por las tardes, si el trabajo me lo permite. Hacerlo al aire libre, o al menos en el patio, me resulta muy agradable.

—¿Con qué escritores o artistas te sentís identificado?, ¿a quiénes podés mencionar como influencias? ¿Cómo se puede definir o considerar a tu literatura?, o ¿cómo la definirás vos?

—No estoy seguro de que todos los escritores predilectos a la vez hayan influido en mi obra. Diré quiénes me han deleitado con sus textos. Borges está en el podio de los preferidos, pero es algo casi natural: hay que ser muy insensible literariamente para que no nos maraville. También Fernando Pessoa me ha parecido una revelación, sobre todo su “Libro del desasosiego”. Puedo citar a Émile Cioran, a Antonio Porchia, a Kavafis, pero la lista es incompleta, desde luego. Y en cuanto a las influencias: seguramente todos los nombrados me han marcado, pero no creo que hayan sido los únicos.

¿Cómo definir a mi literatura? El espacio (mejor dicho, su falta) me asedia, y no creo que pueda extenderme como quisiera. Para sintetizarlo: en cada uno de mis poemas, pretendo que jamás falte el sentido, o incluso la pluralidad de sentidos; pero nunca a costa de sacrificar la sonoridad de los versos: sonido más sentido, es la clave, a mi entender.

—¿Cómo se origina tu nuevo libro, qué búsquedas, intenciones, etc., podés mencionar?

—Mi último libro, “Cuestión de tiempo”, de fines de 2016, está inspirado, como mis dos libros anteriores y los varios inéditos, en las vivencias y en las “no vivencias”, acaso más importantes -poéticamente-; en reflexiones sobre los temas que nunca pasan de moda y no se vuelven “tópicos”, como más de un intelectualoide gusta llamarlos: el sentido de la vida, el amor, la muerte, el tiempo: ya desde el título se vislumbra que el tiempo ocupa un rol central en el libro.

—¿Qué características tiene tu trabajo poético: verso libre, forma establecida, qué líneas, corrientes, escuelas destacarías?

—“Cuestión de tiempo” está integrado por setenta sonetos. Empecé a escribirlos en 2011, luego de 15 años y dos libros publicados (“Punto rojo”, de 2005 y “Material de interiores”, de 2010) en que opté por el denominado “verso libre”, expresión un tanto vidriosa, porque mucho de lo que se llama así, sólo es prosa (y mucha veces de la mala) que termina antes que el renglón. Como sea, en un verso se logra la musicalidad por medio de los acentos, básicamente, pero también por las aliteraciones y, por qué no, a través de la rima. Lo cierto es que no juzgo un poema bueno o malo porque responda a determinada forma; sí estimo que para que un poema pueda ser denominado como tal, debe diferenciarse de la prosa, y esto se consigue con determinados recursos técnicos que, por desgracia, han sido olvidados o directamente son desconocidos por buena parte de quienes intentan escribir poesía. Paradójicamente, este empobrecimiento fue propiciado por las Facultades de Letras. Mi experiencia como egresado de la carrera en la UBA, de la que se puede salir como licenciado sin saber qué es un verso endecasílabo (algo que en los 50 se enseñaba en la escuela secundaria) confirma mis sospechas, reforzadas por el ensalzamiento que desde las cátedras de Literatura Argentina se ha hecho de “poetas” que ni siquiera se arriman a la prosa mediocre; y de cuyos nombres prefiero no acordarme.

En cuanto a escuelas, capillas, cenáculos, no adscribo a ninguno: la política literaria no es una de mis virtudes. Respeto a quienes les sirva de estímulo “pertenecer”, aunque no pocos lo hagan para escalar. En este sentido, no soy de destacar corrientes, sino a poetas de a uno, con nombre y apellido, más allá de que sean considerados parte de una generación, categoría que suele responder a la época en que escribieron y no a afinidades más profundas.

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