Espacio para el psicoanálisis

El analista y el adolescente

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La relación del protagonista de la película Karate Kid con el señor Miyagi podría ilustrar el lugar que ocupa el psicoanalista en el tratamiento con adolescentes, especialmente en nuestro tiempo, cuando los jóvenes no tienen muchas personas con quienes hablar. Nuestra cultura le ha restado interlocutores a la adolescencia. Foto: Archivo El Litoral

Luciano Lutereau

Éstos no son buenos tiempos para la adolescencia, pero ¿alguna vez fueron buenos? A despecho de la nostalgia, tampoco cabría dejar de mencionar la dificultad que tienen los jóvenes para ingresar en espacios públicos. La reciente incorporación de los adolescentes a la política (algo que en la década de los ‘90 les estaba vedado) lo demuestra. Se los tilda de “pendejos” con ambiciones... y son personas que, en muchos casos, ya pasaron los veinte años. He aquí el prejuicio con que el mundo de los adultos mira a la generación que le sigue: el desprecio y la incapacidad para hacer nada. En otro tiempo, al menos se esperaba de un joven que trabajara y se independizara, hoy se espera que no se drogue tanto (para decirlo con el humor de Peter Capussotto).

Por lo tanto, ¿quiénes pueden ser interlocutores de los jóvenes hoy en día? En cierta ocasión, Freud destacó un hecho crucial: la serie psíquica que suelen establecer los adolescentes entre sus padres y los educadores. Esto explica por qué incluso cuando la diferencia de edad sea mínima, aquellos ubiquen a docentes y preceptores en lugar distante. Es lo que nos ocurre a varios de nosotros, cuando por la calle algún muchacho nos dice “señor” (o “señora) y pensamos “pero si tengo apenas unos pocos años más”. Así es que se verifica la serie psíquica de la que habla Freud, como algo impuesto, salvo en el caso de aquellas figuras que pueden reconocerse como “ídolos” de los jóvenes.

Los ídolos de la adolescencia no son figuras idealizadas. He aquí otra confirmación del desprecio de los adultos, que suelen pensar a los jóvenes como fanáticos irreflexivos. El ídolo se caracteriza, más bien, por no tener edad: no es un par ni un adulto. Por eso es tan importante su constitución, ya que es la primera figura que descompleta la serie parental. Una clásica película lo pone en acto: Karate Kid con su inolvidable señor Miyagi, de quien no se podría decir que es viejo... ya que es tan viejo que está fuera del tiempo cronológico. Que sea japonés, es decir, alguien venido de otra parte, indetermina su lugar en una serie.

El señor Miyagi podría ilustrar el lugar que ocupa el psicoanalista en el tratamiento con adolescentes, especialmente en nuestro tiempo, cuando los jóvenes no tienen muchas personas con quienes hablar. Nuestra cultura le ha restado interlocutores a la adolescencia. Y respecto de la orientación del tratamiento, antes que un representante de la autoridad que busque forzar un crecimiento culpabilizado (“Ya estás grande para...”, “hacete cargo...” y otras vías moralizantes), el analista puede ser un intérprete silencioso del destino del autoerotismo infantil.

El desarrollo puberal refuerza las metas sexuales infantiles y, en consecuencia, también implica un recrudecimiento del onanismo. En efecto, ésta última no consiste en la mera estimulación de los genitales. En una ocasión reciente, una pediatra comentaba la torpeza de una ginecóloga que, antes de la consulta de una púber, le había explicado detalles sobre el erotismo vaginal y la “necesidad” de aprender a tocarse... con la consecuente angustia de la muchacha. Por el contrario, la presencia de la masturbación se localiza en gestos más escurridizos; por ejemplo, recuerdo el caso de una muchacha que, con una gran dedicación al dibujo, pasaba horas dibujando y, por más que quería presentarse a concursos, muestras y certámenes, siempre quedaba por fuera. Algo semejante ocurría en el caso de un joven que, según sus padres, pasaba horas en el baño... bajo la ducha. Por cierto, no se trata de una cuestión de “cantidad de tiempo”, sino de lo que la lengua popular bien llama a veces “el cuelgue”: ese punto en que el joven queda por fuera del lazo social, de la relación con el Otro en la realización de las más diversas tareas que no puede compartir y, por lo tanto, imponen un sufrimiento específico. He aquí una vía por la cual reinterpretar esa timidez tan propia de algunos púberes, y que no es la vergüenza propiamente dicha, sino una inhibición que puede ser reconducida a la reedición del onanismo infantil.

El psicoanalista puede ser un interlocutor paciente que, sin prisa, pueda dar tratamiento a la nueva presencia de la sexualidad en el adolescente, para que el autoerotismo pueda condescender al erotismo en el encuentro con el otro. Después de todo, no otra cosa le propusiera el señor Miyagi a Daniel con ese artificio inútil de “encerar y pulir”. Por esta vía, antes que una represión de la masturbación (represión que en nuestros días se vuelve un imperativo hipersexualizante que, a veces, toma la forma de la educación) el analista propone una vía de tratamiento del goce... a través de otro goce. De un goce solitario al goce que arroja el encuentro con el otro sexo, ya que éste último no deja de ser sintomático. Pero el síntoma siempre es una mejor solución, a través del conflicto, al goce mudo de la pulsión.