8,90 metros para demoler el récord mundial

A 50 años del salto mágico de Bob Beamon

Redacción de El Litoral

[email protected]

Fuente: Clarín

Las competencias atléticas en los Juegos Olímpicos de México ya se habían sacudido por las hazañas de los velocistas estadounidenses, los primeros en la historia en correr los 100 metros por debajo de 10 segundos, los 200 metros en menos de 20s y los 400 por debajo de 44s. Dick Fosbury revolucionaba el salto en alto con la nueva modalidad de pasar la varilla de espaldas. Y los fondistas de Kenia y Etiopía, también aprovechando su preparación en altitud, abrumaban en las carreras de fondo, iniciando un dominio que se extiende hasta nuestros días. Medio siglo más tarde. Pero aún faltaba lo más impactante: el salto en largo.

Esto sucedió el viernes 18 de octubre de 1968, por la tarde, exactamente a las 15.40 cuando estaba por llover sobre el Estadio Olímpico. La prueba final de largo se inició diez minutos antes y los tres primeros atletas —el japonés Yamada, el jamaiquino Brooks y el alemán Boschert— tuvieron sus intentos nulos. El cuarto era uno de los favoritos, el estadounidense Bob Beamon. Lo ocurrido allí arrasó con todos los pronósticos: después de una carrera pareja y una toma perfecta de la tabla de pique, se elevó para aterrizar a los 8 metros y 90 centímetros. Demolió el récord mundial de 8.35 m. que compartían su compatriota Ralph Boston —su gran rival de la época— y el soviético Igor Ter Ovanessian desde cuatro años antes. Nadie lo podía creer y los jueces estuvieron durante veinte minutos midiendo ese salto.

Nunca antes, y nunca después, se batió un récord mundial por semejante margen de calidad. Los expertos consideraron que un hombre recién estaría en condiciones de llegar a esa marca... en el año 2000. Aún hoy, cuando sólo uno pudo superarlo (Mike Powell con 8,95 en 1991), la marca de Beamon está considerada la más notable jamás lograda por un atleta, acaso sólo comparable a las conseguidas por Usain Bolt en velocidad.

Obviamente, con ese salto, la competencia se había terminado. Beamon hizo 8,04 en su segundo intento y rehusó los cuatro que le quedaban. Sus rivales se quedaron luchando por la medalla de plata, que fue finalmente para el alemán Klaus Beer con 8,19, mientras Boston (8,16) e Ter Ovanesian (8,12) contemplaban cómo se les había evaporado el récord y cualquier posibilidad de triunfo.

“Aquel salto en los Juegos de México fue lo mejor que me ocurrió en mi vida, tal vez era el momento exacto”, contó Beamon. Coincidieron todas las circunstancias: la altitud de la sede olímpica (2.240 m sobre el nivel del mar), el nivel competitivo de aquellos Juegos y la velocidad del viento en el momento del salto, justo sobre el límite reglamentario de los 2 metros por segundo. Y el estado de gracia de Beamon, por supuesto, quien ni por asomo volvería a acercarse a esos registros. Además, se trataba de los primeros Juegos donde se podía correr sobre una superficie sintética, mejorando la velocidad de los atletas. Y el propio Beamon era un hombre bastante rápido, con un antecedente de 9s.5 en las 100 yardas.

Llegaría aquel salto del milagro, la incredulidad de los jueces, la lluvia. Y aquel asombro que se prolonga por medio siglo. “Me pregunté si alguna misteriosa corriente me ayudó en el salto. Lo miro una y otra vez... y no veo nada”, repite. La única referencia que había era una bandera que marcaba el récord del mundo (8,35). Los 80 mil espectadores contemplaban en silencio, en los momentos posteriores al salto. Bob Beamon exclamó, desde el piso: “Díganme que es cierto, porque yo no lo puedo creer”. Se había instalado un aparato óptico para medir los saltos, pero no daba más allá de los 8.50 metros. Por lo tanto, el equipo de jueces que lideraba el holandés Adrian Paulen —luego presidente de la Iaaf— tuvo que recurrir a la cinta métrica convencional. Hasta que la sentencia fue definitiva, los 8.90 metros. Se largaba un diluvio.