Obsesiva Santa Fe

El fantasma de la Casa Cingolani

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La Casa Cingolani cuando la familia vivía allí. Las obras, como las ideas y los hijos, son de quienes las sueñan. Poco importa quien las pague, las habiten o las disfruten.

Foto: Archivo El Litoral

Ricardo Dupuy

La mayoría de las personas piensan en trascender. Ganarle, al menos, un primer round a la muerte. Por eso, se empeñan en crear algo que los sobreviva: una obra de arte, una idea original, un edificio imponente o simplemente un hijo.

Yo creo que, aunque inconscientes, lo que llevamos en nuestra naturaleza es la presunción del regreso y nos alistamos para el reencuentro con lo que alguna vez fuimos.

Desde siempre sentí una fuerte atracción por los edificios en ruinas, deshabitados, olvidados.

Más aún, noté que algunos de ellos me requerían en clave nostálgica, ávidos de contarme, en susurros, historias de tiempos y gentes que alguna vez fueron y ya no.

Como sea, el palacio Cingolani me estuvo llamando por años, desde niño.

Cada vez que pasaba por la esquina de Ituzaingó y Belgrano sentía su señorial presencia. Y en esta ocasión decidí aceptar el convite.

Bien conozco, los medios de que se vale lo etérico para contactar con el plano humano. Ya no me asombran los sueños reveladores, las casualidades, los accidentes y las situaciones que, sin buscarse, terminan conduciendo indefectiblemente al mismo lugar.

En el transcurso de dos semanas, tres veces me soñé niño, saliendo con mi abuelo francés de su casa de Gobernador Candioti y caminando hacia el almacén de ramos generales de don Enrico Cingolani, en la planta baja de la mansión de calle Belgrano.

Saltó a mi pantalla, sin buscarlo, de la nada, la hemeroteca de El Litoral y un obituario de los años 30, recordatorio de Giovanni Cingolani, donde se daba cuenta de la muerte del gran artista plástico italiano, restaurador de la Capilla Sixtina que, por “motivos inciertos”, terminó sus días en Santa Fe habitando la “imponente casona de su familia”.

En la cola del cajero del Banco Macro de Bulevar, una vecina octogenaria, le comentaba a otra, el horror vivido hace unos años ante la matanza de gatos en una cierta gran casa abandonada del barrio Candioti Sur.

Estaba dicho, debía inmiscuirme, ya no dependía de mí. Alguien lo había decidido, alguien o algo.

La pesquisa

Fue así que, al atardecer del lunes 22 de octubre, me calcé un saco, una camisa celeste lisa y una corbata azul al tono; levanté al pasar por la biblioteca, una carpeta marrón, y tomé un taxi a Belgrano 3284 de mi ciudad, Santa Fe.

Con rostro circunspecto me metí decidido por la puertita, apenas entreabierta, de uno de los dos antiguos portones de chapa del Palacio Cingolani y enfrenté la mirada asombrada de tres albañiles que se disponían a cerrar todo hasta el otro día.

“Buenas tardes, control municipal”, largué y adelante...

Vagué durante largos minutos por las ruinas de la casa que me obsesionaba desde chico, ahora en obra de algo que los albañiles supusieron un restaurant o un gimnasio.

Subí las escaleras y recorrí la galería del segundo piso de cara al balcón norte, donde confluyen todos los dormitorios, en su tiempo zona de reuniones de la familia.

Y obedeciendo un impulso de igual origen arcano que el que me había traído hasta allí, tomé asiento en un descuartizado sillón de mimbre blanco, cubierto a medias por un cubrecama tejido al crochet de color tiza, con claros signos de haber sido dormidero de alguno de los gatos que supieron habitar el lugar.

Y me quedé dormido. Inexplicablemente dormido. Profundamente dormido.

Ese sueño fue revelador, ya que recién entonces comprendí cabalmente para qué había ido.

Es obvio que, pese a los esfuerzos de la literatura, el cine y la plástica, los motivos que guían a los espíritus, son inescrutables desde la óptica humana.

Desde niño, supuse que los Cingolani, familia con una historia digna de ser narrada, habrían dejado en la casa retazos de su azarosa existencia.

Enrico, el pater famiglia, que llegó de Italia con miseria en los bolsillos y logró en pocos años, construir un imperio representado en la mansión más deslumbrante de la ciudad, tendría, ciertamente, motivos para custodiar el emblema de su vida.

O sus hijos, sobre todo Ada que terminó siendo la última habitante de la casa, muriendo en la más absoluta soledad de las habitaciones del primer piso.

O Quica, la menor, la única que nació en la mansión y por secretos motivos decidió alejarse del férreo núcleo familiar.

O tal vez Giovanni (Juan) que misteriosamente abandonó su acomodada vida de artista de élite de la ciudad eterna, para radicarse definitivamente en esta lóbrega ciudad del interior de un país aún por hacer.

Todos bien podrían haber optado por quedarse luego de muertos. Pero no. Especulaciones humanas vanas e imprecisas.

En mi sueño del sillón de mimbre y acolchado con olor a gato se presentó el verdadero, único y apasionado guardián inmaterial de la mansión Cingolani: Bautista Baroni, el constructor.

Las obras, como las ideas y los hijos son de quienes las sueñan. Poco importa quien las pague, las habiten o las disfruten.

Los hombres construyen grandes obras pensando en trascender y suelen custodiarlas alistando el reencuentro con lo que alguna vez fueron.

Bien conozco, los medios de que se vale lo etérico para contactar con el plano humano. Ya no me asombran los sueños reveladores, las casualidades, los accidentes y las situaciones que, sin buscarse, terminan conduciendo indefectiblemente al mismo lugar.