Pilar Sordo regresa a Santa Fe de la mano de una conferencia titulada “Educar para sentir, sentir para vivir”, que se vincula con su libro “Educar para sentir, sentir para educar”. Dicho encuentro estaba previsto para el miércoles 29 de mayo en el Centro Cultural Provincial Francisco “Paco” Urondo, pero debido al paro nacional se reprogramó para este lunes 27 a las 20.30. Las entradas adquiridas para la fecha anterior son válidas y no es necesario ningún cambio. Los que deseen adquirirlas pueden hacerlo en la boletería del CCP y de manera online en www.ticketway.com.ar.
El Litoral dialogó con la psicóloga chilena para conocer más sobre el contenido de la charla, y su mirada sobre el mundo de las emociones.
—La consigna de este encuentro es “Educar para sentir, sentir para vivir”; tiene que ver con su último libro. ¿Qué nos puede adelantar de lo que se va a trabajar?
—Es una charla de autoeducación emocional. Es un estudio que partió en el mundo laboral, donde me empiezo a dar cuenta que había mucha gente despedidas de los trabajos por no tener habilidades emocionales. Empiezo a tratar de desenredar esto, y a ver qué fallas tenemos desde la educación familiar, social, etc., para producir analfabetos emocionales que somos los adultos en el fondo.
Voy a explicar desde que un bebé nace hasta que lo despiden de un trabajo cómo vamos deformando o no permitiendo la expresión de las emociones, para después mostrar en la misma conferencia cómo solucionar esto desde la familia, la escuela o las infancias en la educación.
Porque lo que hoy día está pasando es que el mundo laboral se está haciendo cargo de arreglar todas estas fallas; entonces está lleno de cursos de capacitación, de innovación, de trabajo en equipo, de liderazgo, porque estas habilidades no se desarrollaron antes.
Es una charla muy divertida: la gente se muere de la risa, porque las historias de los niños que están participando del estudio son maravillosas, nos hacen sentir muy estúpidos a los adultos (risas), y de alguna manera nos reflejan todos los cambios que de verdad tendríamos que hacer en nuestro mundo emocional. Es para todo el mundo, no se necesita tener hijos para poder escucharla, basta que a alguien le interese la autoeducación emocional y tener un poquito más de conciencia de lo que nos pasa para que le interese el tema.
—Justamente ese mundo laboral, que tradicionalmente fue competitivo, de capacitaciones duras, ahora descubre necesita de la empatía, de las habilidades sociales. Es como un desacople entre lo que siempre fue y lo que empieza a necesitar.
—Absolutamente, porque ya las habilidades técnicas son como copiables; lo que marca hoy día la diferencia entre un buen profesional o no, o lo que va a determinar a un buen líder, tiene que ver con sus habilidades emocionales: cómo trabaja en equipo, cómo desarrolla la empatía, si tiene paciencia, si es capaz de resolver conflictos. Y esas habilidades nunca se educaron a lo largo de la vida de ese niño. En el fondo el mundo laboral corrige esos daños con estos cursos que ahora son tan prolíferos y que están tan de moda.
—¿Cómo se reflejan esas carencias en otros ámbitos como la familia, la escuela, las relaciones?
—Fundamentalmente en la no expresión de emociones: en el que reírse fuerte es mirado con desagrado; que llorar no se puede nunca, bajo ninguna circunstancia, sigue siendo debilidad llorar; sigue siendo cobardía decir que uno tiene miedo.
De las cuatro emociones básicas la única que se puede expresar es la rabia, por eso andamos todos enojados: no tenemos la posibilidad de expresar cualquiera de las otras, y la rabia además es la única emoción de las cuatro que puede proteger a las tristezas o a los miedos. Entonces hay un montón de gente que anda de mal humor, porque en realidad no puede llorar, o porque anda asustada y con el susto no la pesca nadie, pero enojada puede que llegue hasta la tele. El impacto visibilizador que tiene la rabia hace que todas las otras emociones que no se pueden expresar estén interfiriendo en nuestra salud física, psicológica, en las enfermedades que hoy estamos teniendo.
—Estamos muy condicionados por sanciones sociales.
—Absolutamente: llenos de mandatos y frases que condicionan, que se pegan en el cuerpo y casi no pasan por cabeza. Son reacciones instintivas de que si alguien se va a poner a llorar inmediatamente va a pedir disculpas, o va a decir “perdón”; o si se ríe muy fuerte va a sentir vergüenza y se va a tapar la boca. Estos gestos como automatizados, casi instintivos, que la cultura ha ido sellando en nuestras historias, evidentemente nos están haciendo mucho daño. Esto ha llevado a que cada vez nos riamos menos, que los ataques de risa desaparezcan, que tengamos chicos que para reírse a carcajadas tienen que estar borrachos, porque si no no saben cómo se hace; y un montón de otras consecuencias.
—Hablando de rabia, usted dijo en algún momento que para hacer esta investigación tuvo que enojarse. ¿Cómo fue ese proceso?
—Tuve que enojarme, porque me cuesta mucho enojarme. Cuando yo escribía los primeros ensayos del libro, sentía que quedaba muy suave: lo que necesitaba era retar a todo el mundo. Por eso la dedicatoria del libro dice que le pido perdón a los niños, es una manera de pedirles disculpas por no permitirles ser niños y usar las emociones. Y para eso tenía que enojarme, porque si no las líneas del libro iban a quedar demasiado suaves, y no quería eso. Tuve que aprender hacer eso para poder plasmar la emoción que a mí me producía ver tanta estupidez adulta de cómo le privamos a los niños toda la naturalidad que puedan expresar.
—¿Por qué los adultos nos volvemos estúpidos si cuando éramos niños no lo éramos?
—Porque la adaptabilidad del sistema, para ser aprobado en todos lados, implica neutralidad: la gente que es demasiado efusiva, demasiado expresiva, que se ríe mucho, que es muy optimista, empieza a tener críticas dentro del mundo social. Si eres demasiado cariñoso también se te mira raro. Empezamos en esta cosa de parecernos todos en vez de valorar la diversidad, de la que tanto se habla, nos llenamos la boca con eso: lo que hacemos educativamente es que todos seamos iguales. Y para eso vamos anestesiando emociones con la comida, el trabajo, la tecnología, con los fármacos; para que nadie exprese nada, y desde ese lugar cometemos todo tipo de errores que al final nos terminan haciendo mucho daño.
—¿Tenemos una salvación? ¿Se puede pasar del diagnóstico a la transformación en los que ya estamos marcados por todo esto?
—Sí, por supuesto que se puede: tengo mucha gente que lo logró en el estudio, y tiene que ver con recuperar el silencio como primera instancia, en nuestras casas, en nuestra vida. Con aumentar el número de preguntas que nos hacemos y le hacemos a los miembros de nuestra familia. Con aprender a mirar a toda esa gente invisible que nos rodea y que solo vemos cuando la necesitamos. Con aprenderse los nombres de las personas. En la medida en que vayamos reestructurando todo eso se va reformando la pauta educativo que hicimos mal desde el principio.
—¿Cómo se convive con el otro en tiempos donde se estimula la autosatisfacción y el “querete a vos mismo”, “mirate el ombligo”?
—Saliendo de ahí nomás. Es la única manera es tener conciencia con el diferente. Por eso es que no creo en los cambios de sistema, creo en los cambios individuales: sé que si cambio yo por lo menos cambian tres conmigo. Y eso genera una especie de cadena de favores, donde se va contagiando hacia lo externo. Pero es un estado de conciencia, donde voy llamando a la gente que también va haciendo conexión conmigo y eliminando a los tóxicos (risas) que no hacen conexión conmigo dentro de eso. Porque al final uno empieza a elegir con quién se rodea o no, para poder mantener ese equilibrio interno que hoy día es tan necesario.