Un hombre. Una mujer. Un viejo aborigen mocoví. Tres desgarros. ¿A qué lugar pertenecemos? ¿Qué nos hace lo que somos: el presente que deambulamos, el pasado que nos expulsa, el futuro que vislumbramos? En Los Ariscos, estas preguntas buscan respuesta en los caminos de la costa, en una ruta milenaria, en la ciudad, en nuestro río inenarrable.
Desde las primeras palabras Los Ariscos demanda al lector: “Irse es, en realidad, escapar. En el fondo, se trata de eso”. Le demanda interpelarse, comenzar a hurgarse.
“La ciudad es un monstruo”, otra afirmación y dentro de ella, otra pregunta. Así, atrapado por una búsqueda que ya ha comenzado, el lector cae dentro de la novela y queda cautivo.
Con una prosa que se desliza dando la impresión de que escribir es fácil. De que detenerse en las intrincadas cavidades del alma es fácil, Ulrich narra la historia de Luis Varela, un maestro que decide abandonar Santa Fe para ejercer la docencia en una escuela de la costa. Huérfano a temprana edad, cuidado por un hermano que se gana la vida regenteando un hotel y administrando el oficio de las prostitutas de la plaza España, el protagonista ha transitado por senderos que se parecen a esos que se abren en medio de un monte, senderos hostiles, peligrosos.
Al terminar las primeras páginas, Varela se ha marchado de la ciudad, en realidad, ha huido, pero en plena conciencia de que es imposible fugarse de uno de uno mismo. Y además llueve.
Sin inocencia, jugando con la metáfora, Ulrich describe la primera tarea que su personaje emprende en la escuela: “con una guadaña comienza el combate contra el pastizal”. Cabe pensar que a puro golpe de guadaña, Varela combate las ausencias, las ocupaciones un tanto turbias, el amor que no fue, y ese instante en que creyó que no quería seguir vivo y pensó en el suicidio.
Aquí me detengo porque dudo entre presentar a Rosa como la heredera, a través de su padre Ramón, de la cultura Mocoví, encarnando un pasado que va disolviéndose, reintegrándose al paisaje de la costa, como regresando a su orígenes. Mostrarla cuando hace su primera aparición en la novela: esa muchacha experta en la pesca, que se entra desnuda en el río; esas líneas de Ulrich cargadas de sensualidad, una sensualidad que Rosa aún no conoce que posee. Presentarla escondida, agazapada, curiosa y silenciosa, observando a Varela, que percibe una presencia y sospecha, acertadamente, que en un ser salvaje lo ronda. O alcanzárselas, silvestre y natural como un pájaro, recordándole a Varela, que subyugado la mira sin poder voltear la cabeza, que el problema del deseo y de la mujer ha viajado con él, acompañándolo en su huida.
Aunque tal vez, debería presentarla simplemente como el presente, el presente que no puede mirar atrás porque sabe que el único camino posible es hacia adelante, hacia el futuro.
Alejado de cualquier intención de rigurosidad histórica, Ulrich rescata en el personaje de Ramón la tradición oral de los pueblos originarios, y con ella, una cultura, una forma de concebir la vida, de vincularse con la naturaleza, de sentir la fe, y lo hace creando una voz y un decir inolvidables: “Hubo un tiempo en que todo era de nosotros [...] En los tiempos de los antiguos era así, los aborigen éramos libres y lo mismo nos servíamos los alimentos de la tierra, la algarroba, los pescados del agua y los pájaros del aire [...] Así se vivía tranquilo, criando las criaturas y escuchando a los viejos hasta que se terminaban”.
Los pasajes de la novela que recrean en la voz de Ramón, la huida de su familia de San Javier, atravesando el monte, son perturbadores, profundamente conmovedores y vívidos. Cinematográficos.
La explotación y la crueldad de que fueron objeto los aborígenes en nuestra región, que los llevaron a la rebelión y la fuga, quedan expuestas en una decisión que toma el autor: hacer morir a un niño mocoví frente a nuestros ojos, sobre nuestros brazos.
Descripciones despojadas y bellas. Diálogos que en frases breves despiertan a la reflexión, develando hechos y formas de vidas, más allá de las pocas palabras hábilmente escogidas.
El rengo, las prostitutas, la japonesa, Dalinger, Colman y hasta Daniel. Satélites girando con luz propia alrededor de esos planetas que son Ramón, Varela y Rosa.
El río y la costa, lejos de ser mero paisaje, palpitan, respiran. Así como lo hace la ciudad mostrando el contraste, en un contrapunto de ritmos y sudores y olores.
Dejé para el final a Rosa y Varela, no ya como esos seres que buscan su lugar, su pertenencia y a sí mismos, uno huyendo hacia el silencio y el otro hacia el ruido, sino como amantes.
Ese momento precedido por la disputa entre Varela y Dalinger, esa pugna por el amor de la joven, donde las palabras quedan fuera, donde, según el propio Ulrich, no podía pasar otra cosa que no fuera esa trompada certera.
Durante toda la novela esperamos ese minuto que el autor nos alcanza, con acierto, recién en el final. En una escena cristalina, los personajes consuman un amor que pide concretarse, que necesita concretarse para poder guardarse para siempre, y lo hacen en un encuentro que será uno, solo uno.
Describiendo desde un realismo sencillo y como probando cuál es el límite para lo erótico, igual que los personajes van probando sus propios límites, narración y personajes, lejos de los filos de la lujuria, nos conmueven y luego nos abandonan. Nos dejan huérfanos, exilados, fuera de ese amor que es solo de ellos.
Ciento cuarenta páginas que saben a poco de Ulrich. Ciento cuarenta páginas que nos dejan con sed de su voz narrativa. Y un final que se avizora, tal vez, porque al leerlo uno siente que no cabía otro. Un final que es un comienzo para los personajes. Un final que deja al lector pidiendo por más.