Por Gustavo J. Vittori
La primera violación de los Derechos Humanos -que por definición son universales- es su apoderamiento o apropiación por un grupo, sector o facción. Es lo que ocurre desde hace muchos años en la Argentina.
Por Gustavo J. Vittori
La primera violación de los Derechos Humanos -que por definición son universales- es su apoderamiento o apropiación por un grupo, sector o facción. Es lo que ocurre desde hace muchos años en la Argentina.
Por razones en principio comprensibles, como la flagrante violación de derechos humanos durante las dictaduras militares, se originaron en la maltrecha sociedad civil distintas organizaciones con el propósito de ponerle freno o, al menos, mitigar sus excesos. En general, incluyeron en sus denominaciones la referencia a los derechos conculcados.
Pero han pasado más de 35 años desde el restablecimiento de la institucionalidad democrática y republicana, y algunas de esas agrupaciones, abiertamente faccionalizadas, se han adueñado del concepto y el sentido de los derechos humanos, moldeándolos en la fragua de sus respectivas ideologías. Ya no son universales; son de ellos, y los defienden según sus convicciones, a menudo con violencia política, moral e intelectual respecto de quienes puedan plantear discrepancias.
Aquellas organizaciones surgidas como valientes y saludables respuestas cívicas ante los desvíos y amenazas del poder, se han convertido hoy en comisariatos ideológicos que, con sus acciones, perturban el normal ejercicio de los derechos de sus conciudadanos, incluidos el del pensamiento autónomo y su libre expresión.
La incorporación de muchos de sus militantes al gobierno nacional y a distintos gobiernos provinciales, potencian sus ámbitos de actuación y, a la vez, amplifican la audición de sus opiniones, en general convergentes en lugares comunes cargados de prejuicios y canonizados como componentes del pensamiento políticamente correcto, fosa común de la libertad de pensar, de discernir, de evaluar, asociar, debatir, divergir, contradecir y comunicar, entre tantos otros verbos expresivos del ejercicio de la libertad cívica, piedra miliar de la primera generación de derechos humanos.
Para no irme por las ramas ni perderme en la contemplación de “las nubes de Úbeda”, acción que molestaba al recordado polemista Vicente Leónidas Saadi, voy a ceñirme a dos casos, uno nacional, otro provincial, que ilustran este problema en relación con la deteriorada seguridad pública. En ambos, la discusión se da entre integrantes de los respectivos gobiernos.
El primer caso -que de seguir escalando puede terminar mal-, confronta al hiperactivo ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, con la antropóloga social Sabina Frederic, ministra de Seguridad de la Nación.
Berni, de formación multifacética (político peronista, médico, abogado, ex militar, karateca, buzo táctico, montañista, paracaidista y rescatista; en suma, un James Bond de las pampas), viene confrontando en estos días con Frederic, una intelectual de izquierda que es integrante del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), orientado por Horacio Verbitsky, y que en su momento formó parte del Frente Grande. De arranque, dos historias distintas que han tallado las disímiles personalidades de ambos.
El vitalista ministro de la provincia, soberbio en sus declaraciones, pero conocedor de las duras realidades de la calle, enfrenta en el terreno conceptual a la teórica antropóloga, acunada por la izquierda peronista, y con algunos antecedentes públicos en la burocracia estatal de la Nación. Motivo de la discrepancia: el uso de pistolas Taser, un arma no letal utilizada por distintas policías del mundo para controlar a delincuentes, particularmente en escenarios complejos por la presencia de públicos numerosos (aeropuertos, estaciones de trenes y de ómnibus, centros de compras, etc.). Garantista en extremo, al igual que la izquierda dura, Sabina se cura en salud oponiéndose a cualquier violencia del Estado, por legítima que sea. No importa que la indefensión de la sociedad constituya en sí misma una premeditada situación de violencia estatal contra la ciudadanía, un absurdo en el que el Estado de derecho se vulnera a sí mismo.
En la provincia de Santa Fe este debate se reedita, ya no en torno al uso de pistolas eléctricas, sino a la autorización para que los policías puedan llevar una bala o cartucho en las recámaras de sus armas de fuego, lo que significa que estén listas para disparar llegado el caso.
La medida, adoptada por el jefe de Policía de la provincia, comisario Víctor Sarnaglia, ante la epidemia de homicidios, fue rápidamente cuestionada por la secretaria de Derechos Humanos, Lucila Puyol, quien procedente de similar matriz que Frederic, la definió como “un retroceso”, y una invitación implícita a la “mano dura” y el “gatillo fácil”. Ni una palabra sobre las muertes de cada día, sobre el naturalizado “gatillo fácil” de los delincuentes que, lejos de cualquier teoría y pleno de realidad presente, riega con sangre verdadera las calles de nuestra provincia.
Aquellas organizaciones surgidas como valientes y saludables respuestas cívicas ante los desvíos y amenazas del poder, se han convertido hoy en comisariatos ideológicos que, con sus acciones, perturban el normal ejercicio de los derechos de sus conciudadanos, incluidos el del pensamiento autónomo y su libre expresión.
La incorporación de muchos de sus militantes al gobierno nacional y a distintos gobiernos provinciales, potencian sus ámbitos de actuación y, a la vez, amplifican la audición de sus opiniones, en general convergentes en lugares comunes cargados de prejuicios y canonizados como componentes del pensamiento políticamente correcto.