El 29 de marzo es un día especial. Aún con la peste en mi pago las cosas del almanaque se mantienen. Cumplo años. Cuando recibía saludos de una hija, por el teclado del celular, en comunicaciones gratuitas y vigiladas, advertía que hablábamos de la peste como algo que nos condiciona, nos maneja. Vivimos avisados, conmocionados y condicionados por la peste. En este caso es un manejo universal que reposiciona economías, conceptos y lo básico: comportamientos. Já. Canto "cumpleaños Feliz” dos veces cada vez que refriego con jabón mis manos bajo el agua ya casi racionada, casi, casi. Es el tiempo necesario para matar la partícula.
Repasar a Segismundo y “El malestar en la Cultura” fatiga tanto como cualquiera se puede imaginar, pero ayuda a abrir las puertas que se cierran en el Siglo XXI. Habla de lo que siempre habla, mirarse dentro y dice: "Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien demarcado frente a todo lo demás...”. En mi cumpleaños esta vez yo no soy yo, soy una cancioncilla para jabonarme las manos. En soledad.
La Peste quitó candados, liberó inseguridades, muchas dudas, muchas. En el tango se aprecia, la duda de este siglo, en un verso de Cátulo Castillo: “Al fin si ya nada es cierto estás, hermano, despierto...”.
Qué certeza aparece, excepto la estadística de muertos,el porcentual sobre un total de contagiados y ésta, que conste en actas, es una cifra en la que decidimos creer. Creer, de la continuidad: creencia.
Antes del coronavirus las distancias eran otras, lo ajeno estaba en ese “afuera” que desdeñamos. Todo esto se conmovió. "Si ya nada es cierto...”.
Hay más de este asunto en Segismundo: “Un segundo estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a evitar. Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto pueda convertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado con un no-yo, con un «afuera» ajeno y amenazante”. Mi no entender. Estamos creyendo en un displacer.
Salgamos de Freud. Es tan vieja su explicación que no puede rebatirse, está incluída en cualquier comportamiento de los héroes del Siglo XX: “créame, no soy yo mismo cuando me enojo...” eso dice El Increíble Hulk, claramente increíble (nada creíble). El asunto es complicar / entender / apoderarse de aquel siglo, terminado el modernismo, con pareceres freudianos en personajes de historieta: “El título de la película proviene de la serie de televisión The Incredible Hulk, la cual protagonizaron el actor Bill Bixby (como Bruce Banner, el científico) y el físico culturista Lou Ferrigno (como su alter Ego; Hulk). Esta serie se emitió de 1977 a 1982, a lo largo de cinco temporadas”
Hoy no es sencillo creer en aquellos personajes, hoy no es sencillo creer en históricos personajes como Alicia, Cenicienta, Robin Hood; nadie se encuentra identificado como un personaje propio, justiciero, ni siquiera como un testigo que aplaude, que aparenta más fácil. El bien y el mal fueron contaminándose. Desaparecieron del brazo en el siglo que se fue. Las usinas de Comics usaron la última ilusión mezclando héroes de carne y hueso con dibujos y escenografías hiper realistas. Dos semanas en cartelera. Después al desván.
Es posible, al creer en el coronavirus como el mal, que veamos reaparecer el Bien y el Mal. ¿Podremos ser aquellos Niños Absolutos?
Creíbles los extremos, vida y muerte, de un relato en el que nos cuentan de fallecidos, hermanos contaminados, enfermeros heroicos y desertores de la cuarentena que le hacen daño a la sociedad "en la vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla más bien que una curiosa excepción”. Estamos resucitando un niño que estaba en algunos de los ladrillos de la mente... Debajo del abajo. En el adentro, no en el afuera.
Cuando mis hijos me dicen, quisiéramos estar ahí pero no podemos, nos define y la entendemos, a la peste, como la señora preceptora que dice cuando es recreo y cuando hay que estudiar.
Está claro que no podemos escapar de las reglas de la peste. No podemos y no queremos porque el castigo, el orden, vienen por una razón especial que nos negamos a admitir: El Miedo. Tenemos Miedo.
Es este Miedo el mismo que tenían en la Edad Media, es el mismo al que atribuye Freud algunos comportamientos... Hum...
Por lo pronto algo aparece claro: tenemos Miedo. No es el del Siglo XX. Es algo que allí estaba, ladrillo por ladrillo bien debajo pero estaba. El Relato Universal lo trae.
No sé si llegaré al marzo del año que viene, la Peste es la titular del Principio de Incertidumbre. Estamos de su brazo y con el miedo paseándonos por la mitad del Living, sin poder salir a la calle.
Somos personajes. Hay una novela que no hubiésemos creído jamás escrita, pero que está redactándose por el que usted prefiera, en mi caso por Lovecraft y su mejor fantasma: Los Antiguos.
Esta peste, en mi cumpleaños, merecería que alguien me trajese un libro, el Necronomicón. Sólo así lograría el empate. Pero quedaríamos iguales en un sitio que es diferente, en este siglo. Absolutamente despojado de punto final y the end, sin cierre del libreto. Por ahora órdenes. El Siglo XXI trae órdenes. Le creemos al Miedo. No es pregunta.