Cuarentena. Sonó el teléfono a las 6 AM. Era el número de mi papá: 71 años, paciente de riesgo. Atendí asustado (esperaba lo peor): “Hola, Martín. Te llamé para decirte que estoy bien. Un poco aburrido. ¿Estabas durmiendo? ¡Llamo más tarde! Quería -con tono humorístico- darte el parte de la jornada.” El día anterior había estado con él, le llevé víveres y le di mil indicaciones sobre la prevención del Coronavirus. Al final de nuestra charla le pregunto: “¿Entendiste todo lo que dije?” Respuesta: “Sí, está claro -extiende su mano- ¿Querés un mate?”. Me caí como Condorito en el remate de un chiste: ¡Plop!
Me crié en un kiosco de Barrio Belgrano -Facundo Zuviría al 7100- que lleva el nombre de mi madre que murió hace 16 años (“Kiosco Viviana”) y que actualmente está al mando de mi papá quien se jubiló con la mínima pero sigue allí porque ese negocio es su pasión, su contacto con un barrio que lo tiene como una especie de faro: ¡Andá de Miguel! ¡Vende de todo, seguro lo tiene! ¡Abre temprano por si nos falta algo para el colegio y cierra tarde para el que se demora por el trabajo o en una visita a la novia o en un fútbol con amigos! En la puerta de vidrio de la entrada, mi viejo cuelga miles de frases de cabecera que hablan de sus lecturas azarosas y de la música que le gusta; entre ellas se destacan los versos de Lennon en “Imagina”: “...podrás decir que soy un soñador, pero no soy el único y espero que un día tú te nos unas.” John es una referencia entre caramelos y cigarrillos: hay un poster de Los Beatles después de recibir la Orden de Honor del Imperio Británico; en una estantería asoma el disco de vinilo de 1974 “Wall and Bridges” cuya cara muestra dibujos hechos por el propio Lennon a los 11 años (junio de 1952); y no resulta una sorpresa para los clientes habituales que el septuagenario kioskero te atienda con una de sus tantas remeras beatlemaníacas y sus lentes de marco redondo. Siempre me dijo que hay dos maneras de conocer a la gente: una es mirarlos cómo se comportan en la cancha de fútbol; otra, saber qué música escuchan. Tal vez por eso, cuando conoce a alguien, antes de darle cabida en su vida, le pregunta: ¿Qué música te gusta? ¿Conocés a los Beatles?
La música es el idioma que me comunica con mi viejo. ¿Cómo ilustrarlo? Hay una película que se llama “La música nunca se detuvo” (EE.UU., 2011): basada en el estudio de un caso clínico publicado por el neurólogo inglés Oliver Sacks en el libro titulado “El último hippie”; está ambientada en la década de los ‘80 y retrata un conflicto generacional que se remonta a los años ‘60. Gabriel es el hijo único de una familia de clase media americana; joven y amante del rock, vocalista de una banda de su barrio; sus ideales lo llevan a un choque cultural infranqueable con sus padres (Henry y Helen Sawyer). Un día, Gabriel se marcha de su hogar y desaparece de la vida de su familia. Sus padres lo reencuentran 20 años después en un hospital: su hijo tiene un tumor cerebral que lo hace incapaz de distinguir el pasado del presente. Luego de buscar ayuda infructuosamente en la neurología, su padre encuentra una terapeuta musical que lo socorre en ese difícil camino. A partir de aquí se obra un pequeño milagro: suena “All you need is love” (con la Marsellesa como introducción) de los Beatles y Gabriel sale de su letargo durante los casi 4 minutos que dura la composición. Este es el gran descubrimiento: ¡Lo único que lo emociona y lo ayuda recordar es la música de Bob Dylan, Los Beatles, Los Rolling Stones, Crosb, Stills & Nash, Buffalo Springfield y muy especialmente los Grateful Dead! Las canciones construyen el puente que conecta a padre e hijo más allá del tiempo, las diferencias generacionales, la enfermedad y la muerte.
En su kiosco (suerte de universidad barrial de la vida) donde suena una radio sin pausa, mi padre me nutrió con música. Me habló de los Iracundos, de Perales, Julio Iglesias o Camilo Sesto. Me regaló los casetes de Los Gatos, Nino Bravo y Silvio Rodríguez. Me alfabetizó en la música que le gusta. Por sobre todas las cosas, me infundió su amor intenso por los Beatles: ¡adoraba su música sin entender en profundidad sus letras! ¡Lo vi llorar hasta deshacerse en lágrimas mientras oía “Yesterday”! De hecho, yo fui a aprender inglés para poder -secretamente entre otras cosas- disfrutar más de la obra de los Fab Four: ¿Qué decían las letras de los genios de Liverpool que tanto emocionaban a mi padre y me hipnotizaban? Con esos versos pude -más de una vez- leer parte de mi vida: me sentí “El hombre de ninguna parte” en mi adolescencia; cuando la adversidad me abrumaba, me alentaba diciendo “vivir es fácil con los ojos cerrados, haciéndote el bobo ante la realidad”; “Something” retrata de alguna manera lo que me enamora de mi pareja... De hecho, cuando estamos un poco “depres”, un poco “bajón”, solemos decir -mi padre y yo- para darnos aliento: “¡Vos necesitás menos ‘Yesterday’ y más ‘O-bla-di, O-bla-da’! We can work it out!”
Mi viejo ama a los Beatles pero su favorito es John. Su rebeldía lo seduce. En cierta medida, sus vidas son paralelas: a John lo crio su tía Mimi; a mi padre, su tía Isolina. Tal vez, la canción “Mother” (disco “Plastic Ono Band” de 1970) evidencie la relación turbulenta que ambos vivieron con su progenitores: “madre, vos me tuviste, yo nunca te tuve... padre, vos me dejaste pero yo nunca te dejé...”. Esta es otra historia que no quiero aquí ahondar.
Era 1989, yo tenía 16 años, con mi papá fuimos a casa de un amigo que tenía VHS a ver el documental “Imagine” (suerte de biografía cinematográfica de Lennon). Fue un momento emocionante para mí. El cine me mostraba más de este ícono del Siglo XX. La cinta terminaba cuando ejecutaban a John en la puerta de su edificio neoyorkino y sonaba el anti-credo titulado “God” (Dios): “Dios es un concepto con el que medimos nuestro dolor... No creo en la magia... No creo en la biblia... No creo en el tarot... No creo en Jesús... No creo en Buda... No creo en Elvis... ¡No creo en los Beatles! Sólo creo en mí... Yoko y yo... El sueño se terminó... ¡Qué más puedo decir!” Lloré con mi padre como si hubieran vuelto a asesinar a nuestro ídolo a sus jóvenes 40 años. Redescubrí el rol de ese británico en la cultura internacional. Y, por sobre todas las cosas, la importancia de este inglés en nuestro ADN familiar.
Enero de 2012. Viajamos a Liverpool con mi padre, mi hermana María Viviana, mi hermano Juan Pablo y mi cuñado Pablo. Ese viaje era un regalo por mi cumpleaños 38. Fuimos a La Caverna (The Cavern Club): a la cuna de la mística beatle. Bajé las escaleras de ese sótano como Virgilio o Dante en su descenso a una experiencia mística y transcendental. Estaba en mi lugar en el mundo. No lo podía creer. Ese sitio tenía más sentido para mí que el Vaticano, el Coliseo romano o la Torre Eiffel. Era como volver al seno materno. Era como estar en casa con la gente adorada. Era como una hermandad beat. Todos hablando un mismo lenguaje emanado del fanatismo por John, Paul, Ringo y George. Se desarrollaba una maratón donde predominaban los éxitos de la dupla Lennon y Mc Cartney. Brindis por aquí y por allá. En un momento de distracción, perdemos de vista a mi padre: ¿Vos lo viste? ¿Dónde está? ¡Mirá que no habla inglés! ¿Cómo va a hacer para volver al hotel? ¡Quién fue el boludo que se distrajo! ¡Pará!¡Pará!¡Mirá! Junto al escenario, mi padre algo le decía con señas al músico que homenajeaba a los Fab Four y que asentía con la cabeza. Después de un saludo cordial con el artista, mi viejo volvió a nuestra mesa. Justo cuando estábamos por reprenderlo por alejarse sin avisar en una ciudad desconocida, el cantante sobre el escenario dijo: “For my Argentinian friend: let me sing ‘Yesterday’” Todos estábamos asombrados mientras mi papá levantaba los brazos en agradecimiento. Todos nos tomamos de las manos y fuimos hasta el pie del escenario y cantamos: “Yesterday all my troubles seemed so far away...”. Allá en Liverpool, mi viejo -que no hablaba inglés- se comunicó con aquel cantante británico con el lenguaje que todos entendemos: la música.