Santafesino que estuvo varado en Ecuador cuenta su historia
"El encierro fue una locura, pero estar en la Argentina ya me cambió la vida"
Tras permanecer veintiséis días encerrado en un hotel de Guayaquil, Diego Vidal retornó a Buenos Aires el domingo 12 de abril. Todavía no pudo reencontrarse con su familia, porque debe cumplir con el periodo obligatorio de aislamiento dispuesto por el gobierno argentino. “Allá, lo más angustiante era la incertidumbre, no se sabía qué nos podía pasar”, dijo.
Gentileza Diego Vidal. Sala de embarque del Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre de la ciudad de Quito, Ecuador. Se prepara para la esperada vuelta a casa, tras vivir una difícil experiencia en Guayaquil.
Diego Vidal volvió al país. Aunque por el momento no haya podido reencontrarse con su señora y con sus hijos, ya está más cerca del hogar, en la ciudad de Buenos Aires, a pocos minutos de distancia de ellos. Falta poco para ese ansiado reencuentro y él lo sabe. Días más, días menos, falta muy poco.
Ya volverán a estar juntos y quiere valorar eso. En Ecuador, donde había ido a trabajar a principios de marzo y estuvo casi cuatro semanas encerrado por la pandemia del coronavirus, pasó situaciones de desesperación y angustia que lo invadían de incertidumbre y desconfianza.
Estar otra vez en la Argentina y tener la certeza del próximo encuentro con los suyos, su familia, en su casa y en su barrio, siente que le reconforta el alma y que le ha cambiado la vida. “Aunque es una locura pasar por todo ese encierro, estar en Argentina ya me cambió la vida”, enfatizó Diego, que es santafesino, reconquistense para más datos, pero está radicado en Buenos Aires desde hace unos veinte años. En la actualidad es empleado en una firma consultora comercial, para la que realiza tareas en distintos lugares de Latinoamérica.
El 5 de abril pasado, El Litoral dio a conocer la situación que estaban pasando él y otros tres compañeros de trabajo en Guayaquil, la capital de la provincia de Guayas, epicentro de la catástrofe humanitaria que viven los ecuatorianos.
Un lugar desbordado por una realidad tan dramática como trágica, con los muertos que se contaban por centenas y en donde los cadáveres, que podían verse hasta en las veredas y las calles (abandonados a su “suerte”, por así decirlo), empezaban a ser derivados a distintas instalaciones públicas para su posible identificación y sepultura (esto último no es ninguna exageración y es narrado a diario por las propias autoridades locales).
“Después que hicimos la nota en el diario, seguimos esperando a ver que nos podía pasar, pero sin mucha información, que era lo que más nos angustiaba por esos días”, manifestó Diego a este medio, sin dejar de hacer hincapié en ese “estado de incertidumbre” por el que atravesaban. “No había claridad respecto a las novedades que recibíamos de la embajada, por lo cual no sabíamos si nos teníamos que quedar una semana, o dos meses, o cuánto tiempo más; desconocíamos lo que iba a pasar”, agregó.
“Realmente espantoso”
“A esa incertidumbre se sumaba lo que pasaba en Guayaquil, que en realidad yo solo podía seguirlo a través de las imágenes de la televisión, que eran realmente espantosas, porque no podíamos salir de la habitación del hotel en el que estábamos”, explicó posteriormente Diego, que a la tragedia de la segunda ciudad de Ecuador la veía, dijo, “por la ventana y el televisor”. Esa cercanía tan dolorosa, y a la vez desesperante (en especial porque no podían hacer nada), más la falta de información, “era lo que verdaderamente nos angustiaba”.
“Si bien el tiempo que pasé afuera fue mucho y hace bastante que no veo a mi familia, lo peor de todo, lo que más me angustiaba, era la falta de información, la falta de claridad y apoyo de la embajada, sumada a la situación imperante en Guayaquil, donde hubo un momento en que parecía que todas las personas de la ciudad estaban enfermas... esa era la sensación que teníamos”, continuó narrando.
“Gracias a que mucha gente se movió para dar a conocer lo que pasaba a las autoridades argentinas, estas comenzaron a pensar en alguna forma de regreso para todos”, acotó, sin dejar de mencionar el grupo de WhatsApp que se armó con este fin, del que participaron unas 300 personas. “Así fue como apareció la información de que para el 10 de abril iban a enviar dos aviones Hércules a Guayaquil y un vuelo de Aerolíneas Argentinas a Quito”, aclaró después. El vuelo de línea era para cubrir Quito y la zona aledaña, mientras que los de Guayaquil cubrirían a la gente que estaba en esta ciudad o en sus proximidades.
“Había una problemática por resolver, ya que se había sumado mucha gente que quería volverse”, continuó Diego su relato. “Muchas personas estaban en la posición que estábamos nosotros, los que podríamos definirnos como varados, es decir que teníamos un ticket para volvernos, pero que no lo pudimos hacer porque nos cerraron el aeropuerto”, detalló. “Pero también aparecieron muchas personas que no tenían boleto, pero que igualmente querían volverse, porque llevaban mucho tiempo allá y tenían temor por lo que podría pasarles, así que la lista de la embajada empezó llenarse y en los aviones que iban a mandar no íbamos a entrar todos”, amplió.
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Foto: Gentileza
“No éramos prioridad”
Al sumarse mucha gente, para Diego y sus compañeros empezó otra etapa de este verdadero calvario por el que tuvieron que pasar, ya que para la embajada argentina ellos, en particular, no eran prioritarios. “Nos decían que mis compañeros y yo no éramos prioridad porque teníamos un techo y comida, por lo cual vivimos momentos muy angustiantes, fundamentalmente porque no sabíamos que iba a pasar con nosotros”, remarcó.
¿Cuál era el problema? Por un lado, al no estar en Quito, no podíamos optar en principio por el vuelo de Aerolíneas Argentinas. Por otra parte, debían descartar la alternativa de Guayaquil, porque en la lista que se armaba para el retorno, ellos tenían a muchas personas por delante. “Había gente con problemas, que necesitaba asistencia, como por ejemplo la que estaba en la costa de Ecuador en condiciones muy precarias, mochileros, que podían demostrar que estaban peor que nosotros”, recordó.
Pero un hecho fortuito, dentro de semejante dilema y angustia, jugaría a favor de ellos: el vuelo de Quito era rentado, a un costo de 500 dólares. Cuando lo empezaron a vender en la zona de la capital ecuatoriana, se encontraron con que no pudieron completar las plazas. No está bien que haya pasado así, dijo Diego, “porque había gente que se quería volver, pero no podía pagar, y en el vuelo de Quito volvía solamente el que tenía los 500 dólares para pagar, no el que quería”. “Pero debo reconocer que eso fue lo que finalmente posibilitó que pudiéramos comprar los tickets y volvernos”, reflexionó luego. El jueves 9 de abril les llegó un mail donde les informaban que ellos estaban en la lista y les ofrecían tickets.
La compañía para la que él trabaja abonó los pasajes y entonces empezaron a prepararse para pegar la vuelta. Pero todavía tenían que superar otro escollo, la distancia: “La alegría era muy grande, pero nos aclaraban, como nosotros estábamos en Guayaquil, que está a unas ocho horas de viaje de Quito por la vía terrestre, que teníamos que llegar por nuestros propios medios a la capital”. Ellos nos iban ayudar con los permisos para transitar y llegar hasta Quito, pero no podían garantizar el paso. Si el gobierno de Ecuador, dijo, o “alguna de las a autoridades provinciales, no nos dejaban pasar de zona en zona, ellos no iban a poder hacer nada”. Por lo tanto, enfatizó, “seguía habiendo un riesgo de no poder regresar”.
De todas formas, con los tickets en mano comenzaron a organizar el viaje, que era para el domingo 12. “El sábado 11 salimos con mis compañeros en un transfer terrestre y tomamos el camino hacia Quito, que duró bastante menos, unas seis horas y media, porque no había prácticamente nada de tránsito”, relató. “Cada vez que entramos y salimos de una provincia nos paraban y nos pedían nuestros papeles, como los del conductor, pero los mostrábamos y seguíamos”, resaltó. Finalmente llegaron a Quito a tiempo y se alistaron para emprender el bendito viaje de retorno a casa.
Último día en Quito
Tras completar el viaje desde Guayaquil a Quito, Diego Vidal y sus compañeros llegaron hasta un hotel cercano al Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre, un sitio que estaba abierto únicamente para ellos. “Nosotros éramos los únicos hospedados allí, donde todo estaba muy cuidado desde el ingreso, con la gente provista de los mamelucos protectores y desinfectantes antes de entrar a las habitaciones”, contó el reconquistense.
“Ese sábado nos desinfectaron y ya no pudimos salir, pero el día domingo, muy pero muy temprano, partimos para tomar el vuelo de regreso”, prosiguió. “En el aeropuerto la imagen que encontramos va a ser algo difícil de olvidar, porque un lugar que tiene más o menos el tamaño de Ezeiza, estaba totalmente vacío”, resaltó Vidal. “Solo estábamos las 220 personas que íbamos a subir al avión, más otras 30 o 40 que realizaban el proceso de control y de acompañamiento hasta tomar vuelo, lo cual era una situación un tanto extraña”, acotó.
Luego expresó: “Imagínense, unas 250 personas dando vuelta en semejante instalaciones, con todo absolutamente cerrado y clausurado, eso era extraño, acompañándonos en fila, respetando la distancia correspondiente, haciéndonos llenar los formularios y tomándonos la temperatura, hasta que nos dieron los tickets y pudimos subirnos al avión”. “El ambiente era de una ansiedad contenida, porque todos queríamos volver a casa”, destacó también. Para finalizar, destacó algo que “lo pinta de cuerpo entero” y que habla de su sencillez y don de gente: “Yo no puedo dejar de recordar que había gente que no pudo volver, y que sigue estando allá, solamente por el hecho de no contar con los 500 dólares que había que pagar”.
El ansiado regreso
“El viaje fue muy tranquilo, llegamos a Ezeiza el domingo 12, a las 9 de la noche, después de unas seis horas de vuelo”, contó Diego Vidal sobre el vuelo de retorno a la Argentina. “Ni bien arribamos hicieron bajar a todas las personas que no pertenecían a la ciudad de Buenos Aires, que pasaron por distintos tipos de controles y luego pudieron seguir para cumplir la cuarentena en sus casas”, describió.
“Una vez que pasaron ellos, bajamos los de Buenos Aires, unas 70 personas; nos tomaron la temperatura y nos explicaron lo que íbamos a tener que hacer como procedimiento para los próximos días; también hicimos migraciones, siempre formados en fila, con todas las desinfecciones”, añadió. Tras esos controles y actividades de rigor, fueron llevados en colectivo hasta un hotel, en donde el santafesino todavía se encuentra.
Está allí, a la espera de que le hagan el test para detectar si está infectado o no con Covid-19. Al momento de contactarse con El Litoral no tenía confirmado el día exacto de dicha prueba. “Lo único que espero ahora es encontrarme con mi familia, cuanto mucho pueden faltar unos ocho días”, completó Diego, que tiene 48 años, está casado y es padre de dos hijos.