“Se necesita un amigo para dejar de llorar. Para no vivir de cara al pasado, en busca de memorias perdidas. Que nos palmee el hombro, sonriendo o llorando, pero que nos llame amigo, para tener la conciencia de que aún estamos vivos”, Vinicius de Moraes.
Soñar despierto es una manera inocua de soñar con la nada, es la sinrazón de la razón, es la plenitud del vacío, es la falta total de una línea argumentativa en una obra de tres actos, es una larga zapada de guitarra en la que no sabemos hasta dónde nos llevará ni cuándo terminará el último tono que marcará el final. Usted querido lector/a me dirá que soñar despierto conlleva una irresponsabilidad garrafal, porque a aquellos que llevan ojos soñadores se los considera eternos voladores, una especie de Ícaros soñadores que despliegan sus alas imaginarias y van flotando por las cabezas de los normales caminadores de pesados pies que parecen estar magnetizados por las cadenas de la realidad. Volar con los ojos cerrados es soñar, soñar con los ojos abiertos, es volar.
Desde arriba se ve con más claridad, dicen los eternos soñadores volantes; mientras más nos alejamos, mayor es la perspectiva, se aclara el paisaje, se abren nuevas posibilidades porque nuestra visión llega donde antes no llegaba, nuestra mirada se torna periférica, dejamos el punto fijo para planear sobre los diferentes puntos de vista, abarcando, concientizándonos de que hay mucho más detrás de donde se posa la mirada. En ese vuelo improvisado, que es maremoto de sensaciones y recuerdos desprolijos y desordenados, nos vamos sintiendo atraídos por semejante audacia como es la de ir rompiendo las reglas de la normalidad, aunque si lo pienso un poco más, tener noción de la propia locura termina conformando la misma naturalidad de la norma que nos diferencia de los demás.
Experimentado piloto de sueños y con miles de horas de vuelo, fui remontando los cielos con mis cortas piernas y sin aeromozas, con poco equipaje, para llegar siempre un poco más alto... En mi andar de petiso y retacón, siempre a puntas de pies, cogoteando en el cine y en los recitales; buscando escalones, disimulando el calzado con plantillas y tacos especiales, me las fui rebuscando para ganarle un par de centímetros al metro y “nosecuantos”... Miraba a las niñas aplicando mi mejor “ojo de buen cubero” para definir los límites de la altitud de las susodichas y así lanzarme a los juegos de la seducción. No fue fácil, lo confieso, así que fui suplantando mi corta estatura por una larga y jugosa charla, por el buen humor y la simpatía, intentando cubrir las deficiencias (según los cánones sociales conformes al culto de la estética que respectan a la altura, musculatura, etc.) de mi longitud con las herramientas del lenguaje oral y corporal, sumando mi simpatía a una extensa y variopinta verba. Cortito y al pie.
La poesía y saber reírse de uno mismo me dieron la altura necesaria para el abordaje en pleno vuelo sentimental; pero ese era el segundo paso, volar alto no era tan sencillo, y ahora en retrospectiva me sigo riendo de mí mismo y de los cómplices necesarios, mis amigos, la barra, los copilotos de mi vida, en todo este largo vuelo que me impuse a vivir.
Los amigos, bajo la lupa del derecho penal, eran mis partícipes necesarios, cuya complicidad y utilidad, eran bajo ciertas circunstancias, punibles de castigo por cohecho.
Siempre actuábamos en conjunto, y teníamos códigos que se respetaban a rajatabla, uno de ellos era la ley de la primera mirada: “Yo la vi primero”, esta regla borraba de un plumazo las intenciones seductoras de los demás miembros de la barra, pero dejaba abierta las posibilidades para futuras proposiciones amorosas de la barra de amigas que acompañaban a la primera.
“Vos encará a la más bajita”, frase acuñada por los demás a lo largo de los años en desvelados cumpleaños de quince y/o bailes, donde el referente de la altura era sinónimo de que todas las bajitas eran de mi condición.
“La novia y/o hermana de un amigo tiene bigotes”. Nuestra mirada y nuestros deseos estaban prohibidos si nuestro objetivo se fijaba en alguna hermana y/o novia.
Y así nos preparábamos, con el peinado bien peinado, con los zapatos bien lustrados, la mejor camisa puesta en el mejor pantalón; saliendo a librar unas de las peores batallas, donde muchos salían heridos devorando el polvo de la derrota y el corazón destrozado por un rato pero siempre listo para otra batalla, y otros, con el orgullo que se desprende del perfume de la gloria.
Pero el “chamuyo”, la “labia” era la mejor arma, las palabras nos daban las herramientas necesarias para cambiar el curso de la batalla que uno libraba en las contiendas (o pasillos) del amor.
Bordeando el pensamiento emocional que destila la memoria de los gratos recuerdos del pasado no pisado.
En los tiempos del coronavirus, en donde el amor es harto presente o postergadamente ausente, me voy carreteando por la pista de los sueños que el próximo sábado me llevará por otros cielos.