Porque no quiero que me rotulen como un desertor de la vida, intenté quitarme la muerte con tres abrazos de amor filoso y casi me desvivo por lograrlo. Digo “casi” porque La Muerte me pasó a buscar justo cuando estaba preparando una tortilla de papanatas. Poco cortés, se sentó a mi mesa sin invitación porque olió y no resistió el sabroso aroma de un par de costeletas de cerdo que se doraban en la plancha; sin rodeos, se empinó mi cerveza fría mientras le ponía “like” a dos publicaciones de Bolsonaro y Trump.
En su lenguaje deslenguado, La Muerte me previno que con la muerte no se juega. ¿Su apetito sofocado la había hecho cambiar de opinión? Mientras limpiaba el plato con un trozo de pan, me felicitó por mi destreza en la cocina y me advirtió con voz rancia: “En un par de sustos, en un par de fracasos amorosos, en un par de desencuentros amistosos voy a volver por tu pellejo. Aunque estimo que sucumbir para vos sería un galardón.”
Antes de irse, se escarbó los dientes amarillos y desparejos con un palillo (un epitafio estaba atorado entres sus muelas); eructó esqueléticamente con fragancia encebollada y atronador rugido de fiera que me despeinó hasta el alma. Finalmente, me miró a los ojos sin ojos y me extendió su tarjeta personal: “Ya sabés: si me necesitás antes de tiempo, no tenés más que levantar el tubo y apoyártelo firme contra la sien.”