Por Martha F. Raviolo Mascaró
Para Federico García Lorca, la poesía está hecha de amor, de muerte y de renuncia, de lo que el amor, cualquier amor, sin importar entre quiénes si es verdadero, debe gritar ante la vida, ante su propia destrucción y, fundamentalmente, ante la muerte.
Por Martha F. Raviolo Mascaró
Hace unas semanas leí una de las crónicas santafesinas de Rogelio Alaniz, enviada desde Granada, donde estuvo realizando una investigación académica sobre el asesinato de Federico García Lorca. Comenta lo difícil que le resulta escribir en términos locales en torno a la pandemia que afecta a la humanidad. Coincido. Pero me digo que en estos días resulta aún más difícil escribir sobre cualquier otro tema. No me resigno a aceptar que el maldito virus sea tema excluyente en el mundo y -atrapados en su enlutada telaraña- el miedo y la incertidumbre nos bloquee totalmente.
En este tiempo de espanto yo también leo a “periodistas y opinadores”, en especial -como buena santafesina- leo “El Litoral”. También leo, en particular releo, aquellos libros indispensables que marcaron mi vida, mientras trato de escribir ese libro que aún me debo.
Del texto de la Crónica comparto asimismo la afirmación de que la globalización nos une, tanto en la desgracia como en la información y por tanto me apropio de su referencia al “Decamerón” de Bocaccio, donde un grupo de jóvenes (chicas y muchachos) deciden cumplir en una villa de extramuros la cuarentena por la plaga que los afecta y, “en un mundo teñido por la muerte, la desolación y el terror”, optan por “afirmar la vida” lo que, en mi opinión, equivale a decir que apuestan por afirmar el amor.
Yo por mi parte, desde mi comarca, aplaudo la investigación de Alaniz y recuerdo a Lorca quien en carta a Jorge Guillén decía que el amor es la esencia de la poesía, porque está hecha “de amor, de fuerza y de renuncia” y me remonto a aquel tiempo, 100 años atrás...
Es 1920, un 22 de marzo para ser precisa. Un joven y poco conocido poeta de apenas 21 años pone en escena su primera obra dramática, “El maleficio de la mariposa”, con personajes surgidos de una comunidad de insectos. Su autor, Federico García Lorca.
El tema del amor, propio de seres humanos, en esta ocasión se da, entre burlas y fracasos, en una escondida pradera poblada de insectos donde una mariposa herida cae al nido donde conviven cucarachas (“curianitas” y “curianitos”), gusanos de luz y un alacrán. Allí la vida es apacible y serena y los insectos sólo se preocupan por beber, contentos, las gotas de rocío.
La pieza teatral, en verso, de contenido simple en superficie, resulta emblemática en su simbolismo, cuyo núcleo está centrado en la “fatal casualidad” del amor. En síntesis, “cuenta” lo que le sucede al personaje principal, Curianito el Nene, el poeta de la comunidad:
“Pero un día... hubo un insecto que quiso ir más allá del amor. Se prendió de una visión que estaba muy lejos de su vida... Quizá leyó con mucha dificultad algún libro de versos que dejó abandonado sobre el musgo un poeta de los pocos que van al campo, y se envenenó con aquello de “yo te amo, mujer imposible”. (crf. Prólogo, “El maleficio de la mariposa”).
Originalmente concebida para teatro de títeres o guiñol, luego de una velada de amigos de la que participó el joven Federico y donde recitó parte de “La ínfima comedia” (su primer título), la obra cambió de rumbo.
Sucede que a esa reunión asistió el escritor y empresario teatral Gregorio Martínez Sierra, importante personalidad del ámbito cultural de la época, y al escuchar el recitado quedó fascinado y pidió a Federico que la completase, convirtiéndola en puro teatro para presentarla al público bajo su patrocinio.
Ante la falta de respuesta, poco después el empresario insistió, convenciéndolo finalmente de presentarla en escena, no con títeres sino formalmente, con actores vestidos de animalitos.
Días antes de la presentación la obra cambió de título, ya no se conocería como “La ínfima comedia” (donde ínfima alude a títeres) sino como “La estrella del prado”, que refiere a aquello a lo que aspira Curianito el Nene, su búsqueda.
Durante marzo de 1920 los diarios hablan del inminente estreno de “La estrella del prado”. Cuando finalmente esto sucede la obra habrá cambiado por tercera y última vez de título, “El maleficio de la mariposa”, con toda la carga simbólica que implica (maleficio = daño, hechizo). La obra resulta un fracaso total y luego de un par de representaciones es retirada de cartelera.
El argumento, demasiado innovador y osado para la época, sacude al aletargado público de clase media, para cuyos gustos aburguesados y sin complicaciones bastaba con beberse sus propias “gotas de rocío” (léase: sudor helado en cristales de copas de champagne).
Los espectadores sienten violada su sensibilidad por el simbolismo de la insólita pieza que formula extraños cuestionamientos existenciales a partir del frustrado idealismo de esa humilde cucaracha que, tras el accidental contacto con la mariposa herida, accede a la fugaz visión de un mundo diferente y rompe con su entorno para aspirar a un amor imposible.
Desde ese primer personaje, puro símbolo, hasta Bernarda Alba, testimonio del más crudo realismo, la producción del inmortal Federico fue una permanente y apasionada mirada a lo más pequeño, lo ínfimo, lo marginal (el negro, el judío, el pobre, el gitano... los títeres) atravesado por una inexorable recurrencia en torno a los grandes temas de todos los tiempos (el amor, la muerte, la dignidad humana) en cuyo meridiano colocó siempre a la mujer y su frustración vital, social y afectiva.
Con fuerza, sin respiro, con extraña y deliberada claridad como si presintiera que la muerte (su obsesión) lo alcanzaría demasiado pronto y que no dispondría de tiempo para completar su mensaje, Federico irá urdiendo en su obra la denuncia sobre el rol estrictamente funcional que le cabe a la mujer en una sociedad plagada de prejuicios propios de un medio retrógrado, con un fosilizado sentido del honor.
Y en las figuras de sus heroínas trágicas irá entregando los fragmentos cifrados de su riesgoso mensaje final, insinuado en aquella obra primeriza donde una mariposa herida anticipó que “Un hilo me llevará a los bosques donde se ve la vida” (Ibídem).
Es el hilo con que se teje la trama de la soltería que envuelve en silencio y tiempo inmóvil la interminable espera de Doña Rosita; el hilo que se encadena a los muros de “La casa de Bernarda Alba” para espiar la inútil y malograda petrificación virginal de sus hijas; el que emerge de algún margen amarillento dibujando el grito de ¡¡Libertad!! de Marianita Pineda para ir a fundirse con las risas, y las cóleras, y las lágrimas del espíritu insatisfecho de la prodigiosa Zapatera.
El mismo hilo que enlaza las espigas resecas del infecundo vientre de Yerma, a la líquida frescura de las fuentes que no cesan de manar, incitándola al asesinato de su marido que, en su exacto simbolismo, es acto de liberación creadora. Como pudo serlo el fugaz destello de rebeldía de Adela, quebrando el Orden (la vara) impuesto por Bernarda, gesto que tiene algo de la actitud de signo positivo de Yerma, pero que se diferencia en que Adela no permite la pervivencia de código moral alguno, lo que hace anárquica y autodestructiva su lucha.
El hilo que, finalmente, pareció perderse en obras que no pudo estrenar, pues se consideraron irrepresentables, pero en las que no evitó el tratamiento del amor homosexual que tanto preocupaba a Lorca-Hombre como a Lorca-Poeta.
Para Lorca, Curianito-Poeta, la poesía (lo dije al principio) está hecha de amor, de muerte y de renuncia, de lo que el amor, cualquier amor, sin importar entre quiénes si es verdadero, debe gritar ante la vida, ante su propia destrucción y, fundamentalmente, ante la muerte. Sobre esa tríada se asienta su concepción de la dignidad humana.
Ha dicho Lorca que en España la muerte no es un fin, por eso, cuando llega se abren las ventanas y los muertos son sacados al sol, a veces por vez primera después de pasar la vida entre muros. Para un español de su tiempo la muerte no era otra cosa que el marchitarse de todo cuanto existe y que todo pierda su color (Doña Rosita, la soltera).
No es extraño entonces que se ponga el acento en la dignidad del encuentro entre el toro y el torero. Juego terrible que es a la vez arte y rito y que en muchas ocasiones concluye en el morir y, a veces, sólo a veces, cuando se luchó como los grandes, en la fama.
Por pertenecer a la estirpe de la magia, todas las artes tienen duende. Lo tiene el toreo como lo tiene el flamenco, emparentados en el porte, en los arcos de las figuras, en la extraña grandeza del color, del luto, de la sangre.
Federico nos habló de todo esto en su “Juego y Teoría del Duende”.
El duende no llega donde no ve posibilidad de muerte, gusta de los peligrosos bordes del pozo y apaga su sed en las heridas que no cierran nunca. Ama la música, la danza, el teatro, la poesía hablada, porque necesita un cuerpo vivo en el cual penetrar. Por eso habita en la obra de Federico, porque le permite tensar su silueta sobre un marco exacto.
A 100 años del estreno de “El maleficio de la mariposa” convocamos a las curianitas y los curianitos de todas las praderas de la aldea globalizada que habitamos a divulgar su mensaje final, por el que se inmoló en la lucha por mutar aquella obra primeriza en paradoja: El beneficio de la mariposa.