Juan José Saleme (*)
Juan José Saleme (*)
Hace apenas unos días, escuché a José Luis Ambrosino, coordinador del movimiento Los Sin Techo, decir una frase del Padre Atilio Rosso que me quedó grabada por su claridad y contundencia. En el marco de un acto de entrega de viviendas, dijo: “Tenemos que quebrar la herencia de la pobreza”. Son estas palabras las que me motivaron a escribir este artículo, que tiene por objetivo llamarnos la atención sobre la impostergable necesidad de asumir políticas de Estado orientadas a perforar las persistentes desigualdades de nuestra ciudad.
Entender a la pobreza en su carácter heredado implica asumirla de forma dinámica. De esta manera, si la pobreza se hereda de un padre a un hijo, de una generación a otra, entonces la pobreza se reproduce a sí misma. Es esto, justamente, lo que hay que quebrar. A saber, la pobreza, en un sentido general, y su carácter crónico y recursivo, en un sentido particular.
Para asumir este desafío, tanto organismos estatales, como internacionales, promovieron programas de transferencias de ingreso no contributivas, por ejemplo, en nuestro país, la Asignación Universal por Hijo. No obstante, si bien esto fue efectivo para disminuir la pobreza en un primer momento, estas medidas encontraron límites a la hora de penetrar y transformar la realidad de ese núcleo de 30% de la población que se encuentra en condiciones laborales precarias, más vulnerables a los riesgos económicos y sanitarios. Y, lo que es aún peor, estas políticas no fueron suficientes para romper con la transmisión de esta condición de pobreza de una generación a otra.
En este marco, quienes ejercemos la función pública tenemos la convicción -y sentimos la obligación- de que debemos cortar con la herencia de la pobreza. Por lo tanto, nos preguntamos ¿Cómo quebrar con lo que parece ser un destino inexorable?
Como sostienen distintos estudios, las políticas públicas orientadas a la disminución de la pobreza y la desigualdad encontraron sus límites en el descuido de la integración de la comunidad. En este sentido, a partir de fines de siglo pasado, el proceso de reforma del Estado modificó el acceso a la ciudad, al hábitat y la vivienda, pasando a ser la lógica de mercado la que decide adónde deben ubicarse los distintos sectores sociales.
De esta manera, el paisaje de las ciudades -incluyendo la nuestra- sufrió profundas transformaciones, segmentando el espacio urbano y aislando a los sectores más desprotegidos. Según las investigadoras de CONICET Mercedes Di Virgilio y Mariana Heredia, una consecuencia de esta fragmentación social y urbana se expresa en que el barrio donde uno nació funcione como factor condicionante en la distribución de las oportunidades de vida. Esto quiere decir que nuestro lugar de residencia condiciona nuestro tipo de educación, nuestra inserción laboral, nuestro acceso a la salud y a la vivienda, entre otros aspectos.
En nuestra ciudad, esto se traduce en estadísticas alarmantes. Según datos del Observatorio Social de la Universidad Nacional del Litoral, el 35% de los hogares santafesinos no posee acceso a cloacas. No obstante, este número asciende al 49% si observamos el estrato más bajo de nuestra sociedad. Datos similares podemos identificar respecto del acceso al gas natural, al agua corriente y a los desagües pluviales.
Son justamente estos hogares más desfavorecidos los que experimentan mayores niveles de pobreza, de precariedad e inestabilidad en el acceso al mercado de trabajo y al sistema educativo. De esta manera, las fronteras materiales e imaginarias que dividen a los barrios de nuestra ciudad, funcionan a la vez como fronteras que distribuyen las diferentes oportunidades de vida y que contienen a los distintos segmentos que componen nuestra sociedad santafesina.
Es justamente esta desintegración y fragmentación de nuestra ciudad lo que funciona como cemento de las desigualdades, impidiendo llegar a situaciones de mayor equidad social. Por este motivo considero impostergable asumir la cuestión urbana, expresada en la problemática del hábitat y la vivienda, como política de Estado.
Esta nota no trata de ser una expresión de deseo, ni tampoco una descripción de los problemas que las y los santafesinos conocemos por el sólo hecho de habitar nuestra ciudad. Tampoco intenta prometer una solución mágica a situaciones que caracterizan no sólo a nuestra ciudad, sino a las ciudades argentinas y latinoamericanas en general.
Por el contrario, en nuestra ciudad tenemos un ejemplo que demuestra un abordaje exitoso de esta problemática. Frente a los límites de las respuestas estatales, surgieron iniciativas desde la sociedad civil. Una de ellas estuvo encarnada en el padre Atilio Rosso y su lucha incansable por la erradicación de ranchos en nuestra ciudad.
No obstante, tamaña empresa requiere el compromiso, no sólo de actores de la sociedad civil, sino también del Estado y del sector privado. Por este motivo, desde el gobierno de la Provincia, en conjunto con el Movimiento Los Sin Techo, se comenzó a diseñar un ambicioso programa de gobierno con el objetivo de erradicar los ranchos de nuestra ciudad a partir del acceso efectivo a la vivienda digna. Este programa se suma a otras políticas públicas de escala local, como los Jardines de Infantes Municipales, las Escuelas de Trabajo y el Boleto Educativo Gratuito anunciado por el gobernador, por mencionar las más significativas.
En un párrafo aparte, por su relevancia y significación, quiero destacar la presentación ante nación del proyecto de intervención integral de calle Gobernador Menchaca, más conocida como Camino Viejo a Esperanza. Una obra emblemática para el Noroeste de nuestra Ciudad que permitirá transformar esa zona olvidada, beneficiando a más de 14 barrios y cerca de 80.000 vecinos que hoy están en riesgo sanitario. Esta primera etapa de 700 metros, desde calle Gorriti hacia el sur, prevé desagües pluviales, pavimento en ambas calzadas, cantero central con bicisenda y vereda, arbolado e iluminación.
Todas estas medidas se encuentran orientadas hacia el abordaje de las distintas dimensiones con conforman la desigualdad (educativa, material, simbólica, laboral y urbana). A partir de un gran acuerdo político y social debemos convertirlas en políticas de Estado.
Porque es primordial comprender la necesidad de vivir en una ciudad más integrada y menos desigual. Una ciudad que transforme las barreras urbanas que hoy nos dividen, en espacios públicos que nos integren. Tengo la certeza y la convicción de que juntos podemos comenzar a cortar los hilos que constituyen la herencia de la pobreza.
Entender a la pobreza en su carácter heredado implica asumirla de forma dinámica. Si la pobreza se hereda de un padre a un hijo, de una generación a otra, entonces la pobreza se reproduce a sí misma. Es esto lo que hay que quebrar. A saber, la pobreza, en un sentido general, y su carácter crónico y recursivo, en un sentido particular.
Son los hogares más desfavorecidos los que experimentan mayores niveles de pobreza, de precariedad e inestabilidad en el acceso al mercado de trabajo y al sistema educativo. Las fronteras materiales e imaginarias que dividen a los barrios de nuestra ciudad, funcionan como fronteras que distribuyen las diferentes oportunidades de vida.
(*) Concejal - Presidente del Bloque del PJ