Confirmando que pase lo que pase hay cosas que no cambian, en Italia después del invierno llegó la primavera. Florecía descarada mientras como un chiquilín la mirábamos de adentro, para decirlo a la manera de Edmundo Rivero, que al cafetín de Buenos Aires lo miraba de afuera, y estaba triste igual.
Para la llegada del verano, el 21 de junio, ya estábamos sueltos. Los estudiantes habían terminado la escuela virtualmente, sin abrazos ni lágrimas en la puerta, sin exámenes cuerpo a cuerpo ni festejos ni bailes de fin de año, sin el beso que en todo éste tiempo te quise dar. Un final higiénico.
Nos soltaron con la boca tapada y un sin fin de recomendaciones, como las primeras veces que de adolescente tu papá te dejaba salir, pero sin darnos unos pesos por las dudas.
Salimos buscando aire después del encierro, a recuperar lo perdido, a abrazar lo extrañado, a sentir conversaciones al pasar y cruzar miradas sin nariz ni boca y a buscar, como niños con la palita en la mano, el abrazo del mar.
En Italia el mar es un sueño dulce y posible. De alguna manera, y para las distancias argentinas, todos viven más o menos cerca de algún mar. También nosotros y allá fuimos. Llegamos a la playa el primer día y comprobé, con un dolor feliz, que así como hay cosas que no cambian, hay otras que cambian siempre, sin posibilidad de apelo.
Así llega el día en que los hijos crecen, se hacen de un grupo de amigos en la playa y una se queda mirando el último pececito que juega en la orilla, haciendo pozos y buscando cangrejos, mientras los otros se van a descubrir la maravilla de los amigos, la dulzura de los primeros enamoramientos. De vez en cuando vienen a saludar, a buscar comida, a darte un beso y contarte algo entre risas luminosas.
Mirándolos siempre jugar a algo o tirados a la sombra como cachorros, uno se pregunta: ¿cómo hacen para hablar mal de los jóvenes? ¿solo porque no manejan sus instrumentos? ¿o acaso piensan que ellos se llevaron lo que ustedes perdieron?
Juventud divino tesoro, decía Rubén Darío, y ahora es toda de ellos, que no se rindieron al desencanto de tantos de nosotros y son capaces de alegría; que de un día para el otro florecen descarados y no hacen más pozos en la orilla. Huéspedes que viven unos años en tu casa, que crecen entre tus brazos y después se bajan, caminan, leen escriben restan y suman. Viven. Y se acomodan a nuestras faltas, perdonan nuestras ofensas, y si tenemos suerte nos llevarán a un mundo que no conoceremos, escondidos en una semejanza, en una forma, un tono de voz o escondidos en algún gesto.
En unos días las playas se irán vaciando. Terminará esta pausa de verano raro, entre el miedo del invierno pasado y las amenazas de un otoño que supuestamente nos espera severo, de brazos cruzados. Volveremos a las ciudades, a las reglas para domesticar la incertidumbre frente al destino. Y nuestros hijos volverán finalmente a la escuela y no tendrán la distancia que los ministerios, que parece no supieran nada de amor ni juventud, proponen. Y jugarán como la mariposa que veo ahora mientras escribo, chiquita y blanca que coquetea por el aire con el agua de una manguera de riego. Podría mojar sus alas y morir, pero sabe que hay cosas que no cambian, otras que cambian siempre, y sobre todas las cosas un destino, que algunos intuyen pero nadie conoce, que aveces castiga y otras nos besa en la boca, y frente a él podemos solo abrir las alas y jugar hasta el final, asumiendo los riesgos, defendiendo la alegría, buscando el sentido, sin perder el ritmo como enseña el mar que sin sentarse y sin parar, manteniendo el ritmo, espera que vuelvas.