La pelea de plata y poder es un clásico que no resiste su reducción al marco teórico de la grieta. En cualquier tiempo y lugar, es una constante que puede producir guerras, traiciones, sometimientos, muertes, revoluciones. O bien la disputa se puede encausar en un sistema representativo, en una República deliberativa, con normas de un contrato consentido -en nuestro caso federal- en busca de un bien universal. O de algo que se le parezca.
La democracia recuperada en el '83 se procuró en 1988 una ley para repartir la plata entre Nación y Provincias y luego entre éstas, incluyendo a la ciudad de Buenos Aires. Fue con intereses políticos de ocasión. Los retoques especulativos y los gestos demagógicos, distorsionaron el mecanismo y convencieron a los constituyentes del '94 en la necesidad de ordenar la sanción de una nueva norma de reparto.
Hace ya 24 años que violan ese mandato los actores políticos del el país institucional. Se niegan debatir capacidades productivas, indicadores de desarrollo humano, pobreza e indigencia, oportunidades territoriales, ocupación y desocupación e incluso méritos. Se impone la peligrosa trampa del simplismo hegemónico: merece más el que más atraso relativo tiene. Es la condena al pobrismo.
En 2016, un acuerdo político entre un presidente no peronista y gobernadores en su gran mayoría del PJ, consintieron que la Nación devolviera parte de su poder concentrado y bajara su porción de la coparticipación primaria, para que los mandatarios subnacionales pasaran de 46 a 51 % en el reparto.
Fue lo más parecido a un acto institucional; Buenos Aires provincia recuperó 4 puntos tras duros sometimientos de la Casa Rosada. Pero al margen del entendimiento, Mauricio Macri incluyó "a sola firma" un desproporcionado aumento a la porción porteña, bajo el pretexto del traspaso de la Policía Federal.
Tiene razón Alberto Fernández en revisar esos fondos nacionales que Macri concedió en exceso a favor de su distrito preferido; pero los pobres ni los policías de la provincia que administra Kicillof tienen más mérito o necesidad que los de Formosa o los de Rosario. Otra vez el gobierno sin ley, la decisión "a sola firma" con privilegio partidario.
La pelea no es por $ 35 mil millones al año, sino por el manejo discrecional del poder. El gobierno central hizo imprimir unos $ 2 billones a falta de recaudación para financiar el déficit. Pero los manejó sin presupuesto ni criterios legales de reparto, escondiendo en las mejores intenciones contra la pandemia, discreciones fuera de todo control.
Vista desde el relato, la justicia social distributiva es tentadora. Sometida a la realidad, necesita ser aplicada no sólo al Gran Buenos Aires y requiere tomar precauciones que exceden largamente el elemental mecanismo de sacar de un lado para poner en el otro. Como dirían las viejas (discúlpenme el anacronismo de género) "no sirve desvestir un santo para vestir a otro". Porque si antes de distribuir no se genera, se reduce la torta a repartir.
La nueva ley de coparticipación que ordena la Constitución, requiere la aprobación del Congreso nacional y de todas las legislaturas subnacionales, sin excepción. Se afirma que eso nunca será posible porque en una nueva distribución habrá ganadores y perdedores, y nadie quiere arriesgarse a perder. Es la lógica de las miserias que condenan a la política.
Sin una nueva ley, todas las provincias se exponen a un robo del poder central, cosa que ya sucedió con los recortes ilegales del 15 % a todos los distritos durante años. Santa Fe lo padeció de 2006 a 2015; el fallo a su favor en la Corte es todavía, en parte, justicia inocua.
Sin una norma a la cual consagrar la distensión de las disputas y la organización que posibilite generar más riquezas, la distribución estará condenada a porciones cada vez menores, a disputadas cada vez menos institucionales, incluso a tentaciones violentas.