"Todos los malos precedentes comienzan como medidas justificadas". Julio César
Miramos el pasar de los días como a través de un vidrio, estando entre un acá y un allá sin estar en ningún lugar
"Todos los malos precedentes comienzan como medidas justificadas". Julio César
Los sueños por venir, ya de tanto devenir, pasaron como si no hubieron sido vividos, es este menjunje de decretos, de aperturas y cierres, de alcoholes y sanitizantes; de filas interminables para hacer algo; de hisopados ensopados en moco e'pavo; de nuevas normalidades con viejas anormalidades y de normalidades viejas que no son tal, me tienen inflados los bronquios. Y cada día que pasa no es más que un "Déjà vu" de algo que seguramente mañana será lo mismo. Y miramos el pasar de los días como a través de un vidrio, estando entre un acá y un allá sin estar en ningún lugar, viendo repetirse los paisajes como se sucedían en aquellos –largos- viajes en tren, con sus pueblitos rurales de circunstancias que nuestra desmemoria recuerda grumosos, como un pincelazo, como si de un cuadro impresionista se tratase. Dando por descontado que lo que estoy contando ya lo conté alguna vez, descuento que cuando me lean no piensen que soy un cuentero, o sí… "Déjà vu" al cuadrado.
En este Pandemonio estamos hechos un nudo, como el pan de moño, macerado -inflado- por el paso del tiempo, rostizado por el calor; con la sensación de estar en un caldo de cultivo de algo que se presiente va a terminar siendo una patada al hígado; como cuando las matronas y abuelas nos decían que no había que comer el pan estando caliente porque hacía mal a la panza. El horno no está pa´bollos señores/as. A todos y a todas nos está rompiendo los esquemas y las bolas/ovarios llevar barbijo en el calor santafesino, a todos/as se les empaña la máscara facial y la condensación se duplica si dentro de la máscara se portan lentes. Portadores y no, a portarse bien, que cuando allá por el pasado marzo se decía: "acá el bicho ese se muere con el calor" muchos se convencían de que así sería, y en las postrimerías de ese marzo que separó las aguas, que abrió la grieta de los cuareternos vs. los anticuarentena, la sociedad argenta se sumió en la paradoja de tolerancia. Karl Popper, un filósofo austríaco, en su libro "La sociedad abierta y sus enemigos" formuló esta conocida paradoja, donde entre otras palabras dice: "La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia, por lo tanto, hay que reclamar en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia". Palabras más, palabras menos, la tolerancia extrema hacia los intolerantes puede sucumbir en la destrucción misma de la tolerancia... se vuelve intolerable, bah.
En este nudo ciego -no porque no lo vemos, sino porque se requiere hacer dos senos en forma de ocho, como el símbolo del infinito– cada porción de ese ocho se mueve con autonomía y en contraposición, entonces aparecen los gurúes del pensamiento crítico, que no hacen más que criticar al otro, al de enfrente, al intolerante ese que no tolera que mi tolerancia hacia ese otro es intolerable (esa es la paradoja), dando comienzo –o continuando en algunos casos- el maniqueo fundamentalista. ¡Agua va!, y yo sin paraguas.
La Tele, la "caja boba", que antes era a botonera y ahora tiene mando a distancia... en realidad, ese aparatito llamado control remoto tiene el mando sobre nosotros, cuando, si no lo encontramos en el lugar de siempre, nos entra algo así como un síndrome de abstinencia. Entonces, revolvemos cajones, nos encontramos con la mirada lejana mirando los muebles del living, de la cocina, del comedor; le echamos la culpa al perro, al loro, y al gato que no se comió todavía al loro; miramos con recelo y hasta con disimulada furia a quien tenemos al lado y que seguramente fue él/ella que nos movió el aparatejo, nos atamos una cinta al dedo, damos vuelta los vasos, elevamos una plegaria a San Antonio -que es el santo de las cosas perdidas-, retrocedemos nuestros pasos para ubicarnos en tiempo y espacio para recordar su último uso, nos tiramos de panza abajo para ver bajo el sofá, a pesar y sin importar nuestra edad, nuestra artritis, artrosis, ciática, gota u otras enfermedades que nos afectan los huesos y los músculos; usamos el celular de linterna –la segunda función más importante del teléfono móvil- para husmear por los más insólitos recovecos de la casa para poder dar con ese maldito control remoto… ¿Para qué? Si al final tenemos 150 canales y todos, absolutamente todos, terminamos viendo el mismo canal de siempre, cada día, cada noche. Y cuando al fin entendimos que todo ese esfuerzo no valió para nada, ponemos Netflix y nos damos cuenta otra vez que tampoco valió mucho la pena tanta movilización. Pero ahí estamos, mirando la tele, ensimismados acariciando la botonera sin cambiar un solo canal, pero no importa, yo tengo el control ¡Ja!
En este pandemonio pandémico, la tele, clavada en el canal de siempre, nos muestra blondo, despelucado y rojo gringo a Trump gritando "fraude" con cara de pocos amigos, al ahora casi ex presidente norteamericano, o futuro saliente presidente, con la "Trumpita" larga de la bronca. No todo se hace con "trumpa" brother, no todo es "American way of life". Y nos llega la noticia que de un día para otro tendremos la vacuna, y empiezan los pros y los contras, los antis y los anti antis a favorecer o despotricar sobre tal o cual vacuna. Mientras el zócalo, el "graph" del noticiero en eterno rojo nos grafica que hoy hubo miles de casos y cientos de muertos. Y pienso y existo y, si quiero seguir existiendo, no me importa si la vacuna que me colocaré en el futuro -que espero sea presente- será rusa y me convertirá en comunista, si con la yanqui devendré en un cerdo capitalista, la inglesa me transformará en un flemático de dientes chuecos, o si la alemana me mutará en… Yo me pongo cualquiera, pues ya me veo en la Setúbal, descamisado y feliz gritando a lo Alterio: ¡la puta, que vale la pena estar vivo!
Miramos el pasar de los días como a través de un vidrio, estando entre un acá y un allá sin estar en ningún lugar, viendo repetirse los paisajes como se sucedían en aquellos –largos- viajes en tren.
No me importa si la vacuna que me colocaré será rusa y me convertirá en comunista, si con la yanqui devendré en un cerdo capitalista, la inglesa me transformará en un flemático de dientes chuecos, o si la alemana me mutará en…