Javier Díaz
Javier Díaz
Todo es tristeza desde que se fue el mejor amigo de la pelota. Y todo es, al mismo tiempo, el alivio de saber que al fin abandona un sufrimiento tan evidente como su ductilidad con el balón, ese que por última vez enseñó la imagen de aquel malogrado festejo de cumpleaños en el estadio de Gimnasia y Esgrima La Plata.
Inconmensurable, enorme pena, pero lleva de la mano a una inmensa calma. Vaya paradoja la que regala, al partir, la leyenda que se hace mito. Paradoja, quizás, como el hecho de que sea su muerte la irrefutable evidencia de una humanidad que empecinadamente intentamos negar y que él tan obstinadamente ocultó cada vez que salió a un campo de juego.
Qué ambiguo ese 25 de noviembre en que el Dios del fútbol se hizo humano, dejando la tierra para convertirse en el comandante natural del equipo de los eternos. Queda un dolor tan grande como la gloria que le dio al deporte argentino. Queda, sin embargo, la alegría esparcida en cada gambeta astuta y cada grito de gol desaforado.
Se fue el futbolista más grande del mundo entero, a habitar para siempre el cielo que acarició haciendo aquello que sabía como ningún otro. Se lleva el infierno que también fue parte de una vida posiblemente invivible para cualquiera pero que -paradójicamente- cualquiera hubiera deseado tener.
Cuánta pena hay en todo el país. La tierra en que el fútbol todo lo trasciende, se quedó sin su exponente más trascendente. Pero también hay paz interior, porque ahora se hizo infinito como se sospechaba que iba a ser.
Enorme congoja produce saber que el sinónimo más claro de Argentina es, desde ahora, un recuerdo. Tan grande como el consuelo porque ese recuerdo no morirá jamás. Vivirá para siempre en la memoria de quienes fueron testigos en cuerpo presente de su genialidad, así como en el registro fiel de cada imagen que inunda el ciberespacio. Que mal porque ya no está; que bien porque a fin de cuentas está en todos lados, no importa si es Nápoles, Sevilla, Barcelona, Sinaloa, Emiratos Árabes o Bielorrusia.
Cuán inmenso es el desgarro en el pueblo futbolero y no hace falta explicar la razón. Se fue el de los sueños inocentemente expresados y gloriosamente realizados, el de la mano de dios y la zurda celestial, el del gol más lindo y el tobillo más hinchado; el de las picardías, las frases ocurrentes, las reflexiones urticantes (muchas veces contradictorias).
Pero una profunda calma de pronto lo invade. Ahora sólo quedarán sus pinceladas sobre el césped, allí donde no tenía ateos, y nunca más se verá obligado a sostener ese papel de permanente polémica que le granjeó detractores al pormayor.
Se va en paz a su merecido descanso. El lógico dolor que genera lleva consigo un sincero alivio porque finalmente alcanzó la tranquilidad que tanto venía reclamando a gritos silenciados.
Todo es tristeza porque se fue el más influyente del deporte más popular. Todo es consuelo por saber que ese deporte no sería lo que es si él no hubiera existido.