El primer año de gestión del presidente Alberto Fernández lo encontró en un escenario totalmente diferente al que se podría haber esperado, lo que en términos del devenir de la actualidad argentina no es poco decir.
El primer año de gestión de Alberto Fernández abundó en tormentas que licuaron peligrosamente su capital político, y no parece que vayan a amainar.
El primer año de gestión del presidente Alberto Fernández lo encontró en un escenario totalmente diferente al que se podría haber esperado, lo que en términos del devenir de la actualidad argentina no es poco decir.
La omnipresencia de la pandemia sobre cualquier acción de gobierno y su combinación con los efectos de la galopante crisis económica ya en curso, provocaron un efecto político perfectamente encuadrable en la cualidad líquida identificada y descripta por Zygmunt Bauman como nota determinante de la modernidad, en términos de cambio constante y transitoriedad.
No menos podría decirse de los avances en términos de acuerdos internacionales para afrontar el pago de la deuda externa, un frente indudablemente exitoso para el presidente, cuyos beneficios debían derramarse benéficamente sobre la economía nacional, se vieron diluidos en un desértico panorama de incertidumbre. Una buena noticia (en alguna medida inesperada) que seguramente rendirá frutos reales en el futuro, pero que en el presente quedó tragada por la sequedad.
De la misma manera corrió por la vertiente la buena imagen del presidente. Luego de un triunfo contundente (que no aplastante), su estilo dialoguista y consensual le abrió un alto crédito en una sociedad tan descreída como dividida, y le tocó ponerse al frente de combate a la pandemia con medidas audaces y sin recetas. La inusitada prolongación de la cuarentena y de las medidas asociadas a ellas, y sin que ello implique necesariamente que se haya actuado de manera incorrecta o reprochable, implicó el escurrimiento no sólo de cuantiosos recursos (tanto que ahora obligan a un ajuste tan inevitable como inaceptable de llamar por su nombre), pero también de su buena imagen.
Las últimas encuestas muestran un apoyo reducido a poco más del 30 % de la población, es decir, el mismo porcentaje que se atribuye al "núcleo duro" del kirchnerismo, que fue su principal base de sustentación electoral, pero no parece serlo de la gestión.
Y es que, en tiempos líquidos, hay cosas que mantienen la imperturbable solidez e impermeabilidad de la roca, y se descargan a la manera de peñascos sobre cualquier construcción que pretenda valerse de otros materiales.
Por efecto de la pandemia, o de otro tipo de calamidades, Alberto Fernández no logró capitalizar la cualidad esencial y marcadamente presidencialista que ostenta la organización institucional del país, y que normalmente permite a los líderes acumular, retener y administrar el poder a su propio criterio, independientemente de los padrinazgos o apoyos que lo hayan proyectado a ese sitio (como bien demostró en su momento Néstor Kirchner). Y así es como la agenda de Fernández, quizás más errática y vacilante de lo que la ciudadanía hubiese preferido, quedó no sólo relegada, sino también comprometida por la de Cristina Kirchner.
Así se advierte claramente en materia de política internacional (con Venezuela como leading case) , pero también en la relación con los demás sectores políticos, económicos y sociales. Incluyendo el Poder Judicial, sometido hoy a una meticulosa e insistente tarea de zapa, y a un proyecto de reconstrucción desde sus mismos cimientos, con un diseño más funcional a expectativas que no coinciden con las de genuina independencia.
No queda claro que los proyectos propios que impulsa el Presidente, ni la recuperación que necesaria aunque quizá lentamente se comience a advertir el año próximo, alcancen para reanimar su capital político, ni muchos menos le permitan imponer (o consensuar) su propia agenda, en lugar de tener que someterse a otra que quizás le resulte difícil de digerir. Y la que es riesgoso apurar repetidamente con vasos de agua, cuando la solidez tiende a disolverse.