Nachito esperaba la navidad
Dicen que Navidad es el día de los milagros. Y hay quienes los necesitan.
Nachito esperaba la navidad
Es que alguien, alguna vez, en su corta y complicada existencia, le había dicho que ese era el día de los milagros. Le prendió esa frase, y ahora él necesitaba un milagro. Imperiosamente Nachito necesitaba un milagro.
En algunas pocas semanas cumpliría tres años de vivir en esta casa limpia, linda, grande, a veces divertida pero casi siempre un poco triste y solitaria, sobre todo por las noches cuando las luces se apagaban y Marianela los obligaba a hacer silencio, a rezar el padre nuestro y a dormirse, sin besos, ni caricias, ni cuentos de hadas, ni hadas.
Nachito vivía en el Hogar Estrada. No estaba del todo seguro pero el profesor de gimnasia le había dicho que tenía 7 años y ya era un chico grande.
Después del almuerzo, cuando los preceptores le dieron un tiempito libre para hacer lo que quiera, él corrió a la verja del frente y se asomó a la avenida para ver pasar los autos. Los autos y sobre todo las motos.
Bueno, eso era lo que alistó en su cabecita para decirle a los mayores. A su amigo el Negrito le dijo la verdad.
Es que el Negrito decía que los amigos de verdad no debían mentirse nunca. El Negrito ya tenía diez y era su amigo de verdad, el único. Tenía que hacerle caso.
¡En realidad espero que venga mi papá! Le confesó cuando se acerco caminando a la reja.
-Cuando venga le voy a decir que vos te venís con nosotros, por lo menos unos días, a conocer el barrio. Te va a encantar, vamos a jugar al bolo, hasta que salga la luna.
"¡Vengan!"
El grito de Marianela retumbó en todo el patio y el Negrito comenzó a correr hacia el comedor, él lo siguió de un pique.
Fueron los últimos en llegar, ya todos estaban sentados en torno a la mesa redonda repleta de golosinas envueltas en papeles brillantes y más, en el centro una torta de chocolate. Todos hipnotizados...
Los dos se miraron y sonrieron, el Negrito se mordió el labio de abajo, en señal de deseo. Saltaron a la mesa volcando un poquito de jugo.
Antes de la orden para atacar, Nachito tuvo un segundo para pensar, cuánta razón tenía quien le habló de los milagros de navidad. Seguro papá llegará en la próxima.
II
¿Qué soy un tipo triste? ¿Yo? No, no te creas.
Simplemente me gusta la tranquilidad, la paz. Adoro que la Navidad sea así, como esta, sin ruido, con calles desérticas y sin tantos festejos. ¡Qué tanto!
¿Que mi infancia qué…? Estás muy equivocado, tengo lindos recuerdo de las fiestas.
Lo único que no me gustaba era cuando los vecinos cortaban la calle, autos mal estacionados en cada esquina, y juntaban mesas, sillas y hasta un barril con chopera. Compartían restos de comida y que se yo que más… Recuerdo el bochinche, bailaban cumbia y reían y gritaban hasta que el sol salía. Qué poco solidario, pensaba yo, nadie repara en quienes querían dormir o no le gusta ese tipo de música.
¿Familia tradicional? De ninguna manera, quizás moderado y hasta por ahí no más.
Fijate que las instituciones se han adecuado. Las iglesias, por ejemplo, ya no insisten con la misa de gallo, ni siquiera hacen sonar las campanas a medianoche, seguro por respeto a la gente; al fin y al cabo es una fecha para la reflexión.
¡Ahí estoy de acuerdo! Claro que los nuevos tiempos tienen sus ventajas.
Ayer nomás encontré un emotivo saludo de navidad en las redes.
Un pinito encantador que se iba armando con buenos deseos. Se los mandé a todos mis amigos, tengo más de setecientos. Es mucho mejor y barato que andar llamando a uno por uno. ¿No te parece?
Que sólo tres me hayan contestado habla mal de ellos, gente odiosa, con poco ánimo festivo.
III
De nuevo Mozart sonaba alto, invasivo.
Se aflojó la corbata y asomó el cuerpo fuera de la baranda del balcón sur del Penthouse. Por fin, se quitó las gafas y cerró los ojos con fuerza para sentir el aire fresco en todo su rostro.
Lo acometió un inaudito deseo de saltar al vacío; quizás su viejo y grasoso corazón le haría el último favor, detenerse antes de llegar al suelo, pensó.
Pero no.
No era la forma; seguro los de la oposición lo celebrarían y los malditos periodistas dirían que se trataba de una póstuma confesión. La conciencia era una tortura insuperable para un político en desgracia y bla, bla, bla…
Y sus hijos, y sus nietos y ella. Mejor no. Sólo había que pasar este momento, esta noche, este año, este mandato...
Con el abrecartas hizo palanca en la cajuela de su teléfono, algo se rompió, qué importa ya. Extrajo de un saque la pequeña batería y la tiró al abismo. Puso fin a la tentación de llamar o atender.
Al fin y al cabo esta era una noche especial. Nochebuena.
Mientras cerraba la mampara, recordó que en las películas los hombres solitarios ahogaban sus malas noches en alcohol. Pensó en emborracharse.
Pero tampoco; recordó la resaca, el dolor de cabeza, y los vómitos que alguna vez ese exceso le había generado, y no. El lunes debía ver al jefe.
Entonces, recién entonces, decidió sentarse frente al televisor del living y ver alguna película de las viejas hasta quedarse dormido. Y ya, fin de la Navidad.
Sintió algo tibio surcando sus mejillas, pero no, no podía ser. Comprendió entonces que ya no habría paz. Nunca más.
El Negrito decía que los amigos de verdad no debían mentirse nunca. El Negrito ya tenía diez y era su amigo de verdad, el único. Tenía que hacerle caso. ¡En realidad espero que venga mi papá! Le confesó cuando se acercó a la reja.
Simplemente me gusta la tranquilidad, la paz. Adoro que la Navidad sea así, como esta, sin ruido, con calles desérticas y sin tantos festejos. ¡Qué tanto!