"Ni absuelvas ni condenes, si cabal noticia no tienes". Refrán español.
El diario, las noticias en la tele y la radio. Ese era el multimedios de mis abuelos. No tenían teléfono, no lo necesitaban.
"Ni absuelvas ni condenes, si cabal noticia no tienes". Refrán español.
Yo andaba por los 16 años, andaba es un decir, a esa edad no se anda, se flota... la cuestión es que era un verano, porque estaba por aquí, por Santa Fe, en la casa de mis abuelos maternos. Como cada verano de mi vida, Santa Fe era sinónimo de hogar y libertad, la tierra que me ataba emocionalmente en los calurosos días en que recorría sus calles con la barra de vecinos -hoy amigos de esos que uno sabe que son hermanos- y que extrañaba cuando la dejaba atrás, mejor dicho, a un costado, como esas cosas que uno aparta pero que las mantiene cerca, siempre al alcance de la mano. Flotaba a esa edad con un libro bajo el brazo, era "Siddartha", del escritor alemán Hermann Hesse. Mi abuelo "Ñato", Fernando de Olazábal; me miró y me dijo sin mucho más para agregar: "ese es un lindo libro para leer a tu edad, ese libro te va a llevar a otros". Él era así, pocas palabras, pero con una gestualidad en sus actos que hicieron para mí el primer gran héroe de mi vida. Gran lector y de costumbres bien arraigadas, yo lo miraba con curiosidad, emoción y un profundo respeto. Todos los días, cuando la aletargada siesta se hacía tardecita, se asomaba a una de las ventanas del comedor que daba a la calle San Lorenzo a mirar si aparecía en su bicicleta el viejo "Salva" que le traía el diario El Litoral. Aún lo veo "pispeando", como decía él, con sus dos manos cruzadas detrás de su espalda, la cortina blanca apenas corrida para acceder a la visión general sin que se note en el exterior.
Apenas recibía el diario, desplegaba ese enorme periódico -era el llamado formato sábana- en un sofá que se recostaba sobre la esquina del comedor al lado de una lámpara de pie con pantalla, y que daba una tenue luz amarillenta con tintes sepia. Lo leía de pies a cabeza, lo separaba en secciones, en realidad dejaba de lado la sección espectáculos que era la que mi abuela "Juanita" leía antes que él en el patio, esperando que se hiciese la hora de la cena, que implacablemente era a las ocho de la noche. El turno de la lectura de mi abuela era de noche, bien entrada la noche. Así aprendí a leer, mirándolos leer. Me impactaban los titulares, los encabezados, los pies en las fotos; yo les preguntaba que decía aquí o allá, ellos me respondían con la paciencia típica de los abuelos, tomándose el tiempo, enseñando sin querer con cada palabra que salía de sus bocas y con cada mirada que resplandecía en sus amables ojos. La televisión que tenían reposaba sobre un combinado de madera lustrosa, no me acuerdo la marca, sí que era una palabra símil bronce incrustada en la madera; poseía un dial gigante con luz de fondo, y los altavoces (en realidad uno) estaba cubierto en tela con hilos dorados; debajo tenía un cajón con un tirador que parecía marfil y que escondía un tocadiscos color crema, estaba en desuso, pues mi abuelo le había adaptado un grabador pasacasete "Crown" (esa marca si me acuerdo) donde cada sábado a la mañana ponía sus casetes de Jazz, y cada domingo, también a la mañana, algo de música clásica. Ese era su multimedio. El diario, las noticias en la tele y la radio. No tenían teléfono, no lo necesitaban. Mi abuelo decía qué si lo querían encontrar, sabían cómo hacerlo.
Mi abuelo Ñato escribía, tenía una revista que editaba para el Club de Leones General Arenales, alternaba entre la prensa y la presidencia; poseía dos máquinas de escribir, una máquina de escribir Remington, color gris, un armatoste; y una Olivetti Lettera, transportable, de color verde oliva y que venía con un estuche de cuero artificial (aún no se decía ecológico). También tenía un mimeógrafo, y claro, libros en estantes, diccionarios y muchos papeles, muchos.
Me explicó en su momento que el mimeógrafo era algo así como una copiadora en serie. Me acuerdo que el colocaba una hoja color verde agua o rosada agujereada de caracteres encima de un rodillo entintado y gelatinoso, un block de hojas en un lado y enseguida empezaba a darle a la manivela, "chacachá, chacachá" es el sonido que asocio, e iban saliendo como escupidas las páginas impresas por el otro lado. Yo me maravillaba al verlo trabajar, era puro amateurismo, pero veía en él la pasión y la devoción por hacer el bien, y cuya única recompensa era saber que estaba ayudando a sus pares con un desinteresado servicio a la comunidad.
Esa fue la huella, él fue el disparador, mi mentor. Todo ese mundo -casero y artesanal- de hacer noticias, de fabricar fantasías. Escuchar aún el sonido de las teclas al golpear, el olor a la tinta fresca; las letras asomándose al papel como por arte de magia, la música de fondo y esa pálida luz amarillenta disparada desde esa vieja lámpara de pie que apenas iluminaba el diario cada tarde que descansaba en la falda de sus piernas cruzadas, los siete días de la semana.
Los recuerdos son el motor, es el carreteo de la memoria, es la gasolina que le da la energía necesaria a la vida para seguir. No tengo dudas.
Los canales de información de hace apenas un par de décadas solo se resumían a los diarios regionales, locales o nacionales; a los informativos televisivos nacionales en uno o dos canales y a las emisoras de radio. Se creía en lo que se escuchaba o se leía, la información se unificaba. Como siempre había diarios que tenían una inclinación editorial clara, pero el arte estaba en la composición de los titulares. Los diseños eran casi los mismos, las fotos aún no eran en colores y los teléfonos se usaban como teléfonos, o sea, para comunicarse del punto A al punto B a través de un aparato con un cable que siempre se enrollaba.
Todo cambió con la Internet, cuando, allá por mediados de los noventa, descubrimos que podíamos tener al mundo entero a través de una pantalla que se conectaba con un sonido horrible que salía de esos aparatos que se enrollaban. Era carísimo, y si usabas la Internet a través del teléfono corrías el riesgo de morir de ansiedad por la lentitud de carga o por un zapatillazo de tu hermana/o o de tus viejos que esperaban un llamado de larga distancia. Toda una aventura comunicativa.
Después llegarían las redes sociales, y lo que había cambiado la década anterior, terminó por desmadrarse. La información, el desarrollo de la noticia se vio resumida en un puñado de palabras; el titular se volvió "flyer", y los contenidos se manipularon para llegar a determinados "focus group". La información y el canal de llegada se vieron afectados a las nuevas necesidades de prontitud y creatividad visual. Palabras como viralizar y visibilizar están a la orden del día y cada persona se transformó en un reactor de noticias con el simple hecho de comentar o replicar lo que llega a través de sus aparatos digitales. Pero eso es otra historia, y recién se está escribiendo.
"Chacachá, chacachá" era el sonido; mi abuelo Ñato la imagen. El gen es el mismo. La vocación también.
El diario, las noticias en la tele y la radio. Ese era el multimedios de mis abuelos. No tenían teléfono, no lo necesitaban. Mi abuelo decía qué si lo querían encontrar, sabían cómo hacerlo.
Todo cambió con la Internet, cuando, allá por mediados de los noventa, descubrimos que podíamos tener al mundo entero a través de una pantalla que se conectaba con un sonido horrible que salía del teléfono.