Por Mariana Haedo (*)
Miguel Lifschitz cumplió su deseo de visitar cada una de 365 localidades de la provincia, porque no había fuerza en esta tierra que pudiera detenerlo cuando se fijaba un objetivo.
Por Mariana Haedo (*)
La primera vez que estuve en un lugar a solas con el entonces Gobernador electo de Santa Fe fue en un ascensor. Todavía no había asumido, así que me estrenaba en la función protocolar acompañándolo a alguna que otra entrega de viviendas, o fiestas del Deporte, o cenas de las que en los próximos cuatro años se convertirían en parte de la rutina de eventos.
Miguel era de pocas palabras, eso es algo que a esta altura ya lo sabe la mayoría de la gente, pero me pareció percibir incluso una cierta timidez cuando subimos al ascensor después de un acto en el último piso. Apreté el botón de planta baja y me miró de reojo, habrá notado mi nerviosismo seguramente -ustedes sabrán comprender pero no era algo de todos los días estar frente al Gobernador- y por añadidura estrenando funciones en algo en lo que en ese momento sólo contaba con mi intuición y con más de teoría que de práctica.
Y entonces, me miró a los ojos y sonriendo me dijo: "bueno, acá estamos Nani, mirá que tu lugar requiere de mucho esfuerzo, son muchas horas"... y yo, devolviéndole la mirada atiné a balbucear un tímido "bueno, probemos"...
Y así empezó un rally de cuatro años, en los que las semanas no terminaban porque el domingo se encadenaba al lunes y cuando uno pensaba que había llegado el viernes y se asomaba el fin de semana, la noción de descanso duraba lo que tardaba en llegar la confirmación de agenda para el sábado, el domingo... y así…
Y cumplió su deseo de visitar cada una de 365 localidades de la provincia, porque no había, o al menos yo no conozco, fuerza en esta tierra que pudiera detenerlo cuando se fijaba un objetivo.
Cómo no sentir un privilegio la tarea de acompañarlo en esos viajes en donde se sentía el cariño y la alegría de la gente cuando al fin podían saludar al mismísimo Gobernador, en localidades en donde a veces el caserío no superaba una manzana de un barrio cualquiera de la capital.
Con el tiempo se hizo rutina, y aunque las corridas y los cambios a contrarreloj y la necesidad de perfección en guiones, salones, palabras, y etiquetados nunca menguaron, hubo algo que se empezó a sentir familiar y hasta normal.
Y entonces lo vi: esa sensación de estar parado frente al Gobernador, esa emoción y esa timidez que me embargaron en aquel primer diálogo a solas se reflejaba en cada santafesino que tenía la oportunidad de acercarse a darle la mano, a robarle un abrazo o una foto, a entregarle una carta apretada y sudorosa, o una nota que encerraba la esperanza.
Y entonces me vi reflejada en esos tantos, porque sus ojos cuando los miraba sostenían la humildad de quien se sabe uno más. Porque su gesto amigable deshacía las distancias y lograba que se sintieran parte del equipo.
Y entonces entendí el significado de lo que para muchos es una frase hecha: una imagen vale más que mil palabras.
Y te vi, Miguel, como tantos otros te vieron, recorriendo, caminando, escuchando, recibiendo lo que necesitabas para seguir haciendo, y transformando… apreciando el valor de la palabra de un vecino cualquiera en una localidad cualquiera.
Te vi completar jornadas en las que se perdía la cuenta de lugares, escenarios, cortes de cintas. Te vi aceptando una invitación de última hora a comer un asado al final del día en algún lugar lejano sólo porque lo habían preparado con ilusión, aunque tu expresión en el rostro delatara el cansancio. Te vi desayunar las pastafrolas que te preparaban caseras en el hotel en una ciudad del norte porque el orgullo de quien las preparaba para agasajarte era su mejor ingrediente. Te vi haciendo notas con cada medio de los lugares donde ibas, sin importar si era una radio de barrio, o el programa con más audiencia de la región. Te vi sonriendo aún cuando en mi cabeza calculaba las horas que hacía que estábamos en ruta. Te vi respetando las precedencias, y las instituciones. Te vi arriba del escenario hilvanando frases con una claridad conceptual poco frecuente, y tras bambalinas esperando tu turno saludando con amabilidad a los técnicos de sonido, y dejando que los presentadores se saquen una última selfie con vos antes de salir a escena. Te vi dándole la palabra en tus actos a todos los que tuviesen algo que decir. Te vi bromeando, y serio o preocupado y haciendo que de una manera inexplicable el equipo siguiera dando lo mejor de sí hasta el último día. Te vi entregando los atributos a quien te sucedió, con la mirada en alto y tranquila. Te vi caminar por última vez por los pasillos de la Casa Gris despidiéndote de todos con la misma cordialidad con la que los saludabas cada mañana al llegar. Te vi hacer con tu manera incansable, sin saber que te ibas a ir así de repente, y que nos íbamos a quedar con los guiones y los papeles quemados, sin revancha, sin un continuará.
Y a lo mejor es por eso que se me viene el primer y el último diálogo que tuvimos a solas. El primero en aquel ascensor al principio de todo. El último, el saludo habitual cuando llegamos al auto se transformó en un abrazo sentido de despedida, en donde tu "gracias Nani, por todo" cerró una jornada extremadamente calurosa y larga, mientras escuchábamos los ecos de los saludos del acto que seguía en la Plaza de la Casa. En aquel momento, embargada por la emoción de los finales me quedé sin palabras, respondiendo solo con mi abrazo. Hoy, sobre el papel, sin timidez ni balbuceo nervioso y en nombre de tanta gente en la que dejaste tu huella, te digo "Gracias a vos Miguel, gracias por todo".
(*) Ex Directora de Ceremonial de Miguel Lifschitz
Te vi respetando las precedencias, y las instituciones. Te vi arriba del escenario hilvanando frases con una claridad conceptual poco frecuente, y tras bambalinas esperando tu turno saludando con amabilidad a los técnicos de sonido.
Te vi hacer con tu manera incansable, sin saber que te ibas a ir así de repente, y que nos íbamos a quedar con los guiones y los papeles quemados, sin revancha, sin un continuará.