Llegado septiembre, los tapiales desnudos en ladrillos y barro del patio de mis abuelos, en Barranquitas, explotaban de colgantes ramilletes violetas. Será por eso que desde chico vinculé la primavera con el dulce y embriagador perfume de las glicinas.
Ya lo sé, no hace falta que me lo digas ¡Disparates de otros tiempos! Asociar un aroma con la primavera, un tapial descascarado con el límite del mundo y un par de viejos, que ya no están, con la ternura a prueba de todo, esa que aun nos mantiene ilusionados.
Y claro, luego pasó la vida. Eterna pragmática; pasó la vida.
Hace unos pocos días, en una esquina de María Selva, observé de reojo, los ramilletes violetas asomándose de un tapial pintarrajeado con la publicidad de no sé qué candidato a concejal.
Esa imagen (no la del candidato) activó por algún motivo solo comprensible desde la naturaleza humana, el recuerdo de aquellos tiempos lejanos en la casa de mis abuelos.
¡Melancolía que le dicen! Insumo vital para quienes pretendemos, con suerte esquiva, plasmar sentimientos con suma de letras.
Volví a pasar por la esquina de las glicinas en flor una y otra vez.
Primero sin bajar del auto, luego deteniendo el motor lo más cerca posible del enorme florero y sacando la nariz por la ventanilla. Hasta que estacioné a mitad de cuadra y haciéndome el distraído, pasé caminando a centímetros del tapial. En una de las veces, confieso haber intentado manotear de un salto uno de los ramilletes. Pero sólo me quedé con pimpollitos que, al llegar al coche y disimulando por el qué dirán, me los zampé a la nariz con efusión. Poco aroma.
Fue a partir de esa frustración que pergeñé el plan.
Pasaría de noche, cuando los vecinos no estén atentos, y treparía la tapia hasta alcanzar al menos un par de ramilletes. Seguro podría hacerlo evocando aquellos días en casa de mis abuelos, en los que, con mi hermano, lo hacíamos fácilmente y a diario.
Al fin y al cabo sólo pasaron cuarenta y cinco años. ¿Cuarenta y cinco años? Bueno, no importa. Ahora soy más alto, un poco más pesado tal vez, pero más alto y con mucha experiencia.
Ayer, noche del martes, me calcé un pantalón viejo y una chomba color negro. Mentí a mi familia que iría a caminar un rato a la costanera para forzar la digestión y me instalé a pocos pasos del tapial de las glicinas, esperando que el último de los vecinos termine la charla con el kiosquero y deje libre el escenario.
Quince minutos y ya. ¡Ahora o nunca!
Salí del auto; caminé con decisión marcial; me paré frente al tapial; fingí interesarme por la propuesta del candidato; miré para todos lados y zas, pegué el salto.
Fue más difícil de lo que pensaba. Me quedé colgado del tapial, mitad del cuerpo de cada lado del mundo.
Alcancé a manotear dos o tres ramos antes de sentir el griterío. Parece ser que los vecinos estaban al acecho. Surgieron de todos lados, como zombies de las películas clase "Z".
Una mujer en camisón rojo gritaba ¡ladrón… ladrón… ladrón! Y un señor de bigotes blancos y musculosa desbordada, se me vino al humo manoteándome de las piernas. Me tiró al suelo sin compasión.
El joven de anteojos del kiosco, con celular en mano, llamó a la policía que inexplicablemente (no sé si por suerte o desgracia) llegó al instante.
Y acá me encuentro sentado en el banco de madera de la comisaría 11, con un fuerte dolor en la rodilla, un labio hinchado y sangrando, y garabateando estas líneas en un pañuelo de papel que me alcanzó un joven con gorra de Unión.
Eso sí, con el bolsillo del pantalón lleno de glicinas violetas con fuerte aroma a primavera que por inofensivas pasaron sin sobresaltos la requisa policial.
¡Disparates de otros tiempos! Asociar un aroma con la primavera, un tapial descascarado con el límite del mundo y un par de viejos, que ya no están, con la ternura a prueba de todo, esa que aun nos mantiene ilusionados.
Salí del auto; caminé con decisión marcial; me paré frente al tapial; fingí interesarme por la propuesta del candidato; miré para todos lados y zas, pegué el salto.