Hay ciertas situaciones, contrastables desde lo sutil, que aún no pueden ser explicadas desde lo racional. Por caso, los objetos y lugares que quedan impregnados por la energía de los hombres que vivieron en su entorno.
Que alguna vez fuera Hospital, Cementerio, Colegio Nacional y espera -indefectiblemente- transformarse en rascacielos.
Hay ciertas situaciones, contrastables desde lo sutil, que aún no pueden ser explicadas desde lo racional. Por caso, los objetos y lugares que quedan impregnados por la energía de los hombres que vivieron en su entorno.
Y algo más, parece ser que donde hubo sufrimiento o felicidad extrema, esto se torna más evidente.
Martes, siete y treinta, la primavera llega turbia, amanece con cielo estaño en Santa Fe. Un fogonazo al sur y el estruendo de un falso cañón lejano. Cruzo al trote avenida Urquiza en dirección a la radio.
En la vereda del (ex) Colegio Nacional hay un grupo de personas agrupadas; gesticulan. Obreros en torno a una máquina amarilla que intenta ingresar al patio por el portón de hierro forjado.
Me acerco; distingo a un hombre pequeño, calvo, excesivamente abrigado, anciano, claramente ajeno al grupo. Observa la escena tras la reja del lado de la calle. Se lo ve atento, en silencio.
Cuando paso a su lado me sigue con la mirada, saluda con un movimiento de su cabeza pequeña y dice al pasar:
—Los políticos que hoy nos gobiernan creen que las elecciones se ganan edificando, haciendo obras, apilando ladrillos y batiendo cemento. En otros tiempos con ideas se ganaban las votaciones… Con ideas.
—¡Buen día! -le respondo sin detenerme, pretendiendo fingir que ignoraba su comentario. Él me contesta levantando su mano izquierda, y vuelve la mirada hacia los obreros, que ahora se alejan de la máquina, adentrándose en el patio, como buscando una medida distante de la entrada.
Intento seguir camino, pero ya es tarde, su frase hizo impacto en mi curiosidad, siempre indomable.
Y ahí quedamos, dialogando en la esquina de Salta y Urquiza, a poco de las ocho de la mañana, bajo un cielo que amenaza caer sobre nuestras humanidades.
—¿No le gustan las obras públicas? -le pregunto, pretendiendo llamar su atención que, por cierto, seguía enfrascada en los torpes espasmos de la topadora que, por fin, había conseguido invadir el patio del Colegio Nacional.
—No, no es eso joven; el problema es que las ciudades se transforman con el cemento y todas terminan pareciéndose. Pierden su sello particular. Pierden su pasado. Pierden su historia. ¿Usted sabe lo que supo haber acá? Me dispara clavando sus ojos singularmente vivaces en los míos.
—No -le miento.
—Antes de que se montara este colegio, hubo aquí un Hospital, el primero de Santa Fe, y luego de eso, un cementerio. El Cementerio de los Angelitos, así lo llamaban, porque comenzó siendo solo para niños, para angelitos. Hijos de familias patricias, no cualquiera podía enterrar a sus parientes aquí. Luego llegó Don Nicasio, el masón y como usted debe saber, -me larga desafiante-, los masones son acérrimos opositores de la Iglesia y sobre todo de su práctica de venerar a los muertos.
Fuera el cementerio del centro: conservador y oligárquico; adentro el Colegio Nacional: progresista y laico.
—Supongo que ya no hay restos en este lugar -lo interrumpo, pretendiendo hacer gala de un humor negro, que, como queda claro, nunca fue mi fuerte.
—Lo que no queda en este lugar es respeto por el pasado. ¿No le parece? Una ciudad sin memoria.
Antes de llegar a la calle 4 de enero, el cielo se quiebra como una gran ensaladera de porcelana, y la lluvia, en segundos, empapa todo, los árboles del frente de la Municipalidad, los autos que aceleran estoicos, la gente que dispara a guarecerse y el cemento… El cemento por supuesto, presuntuoso como siempre, que erradamente se cree eterno.
Desde atrás de los cristales del hall de Lt9 veo llover y pienso que es cierto, vivo en una ciudad sin memoria.
Supongo que cada vez somos menos los que pensamos en "caos" cuando vemos llover en Santa Fe.
Llegará el día en que todos los que sobrevivimos a la gran inundación ya no estaremos para recordarla.
Como el Cementerio de los Angelitos, será sólo un lánguido recuerdo, territorio de la nostalgia, sustancia impregnante de cosas y lugares, apenas perceptible.
Y quizás sea lo mejor.
Me acerco; distingo a un hombre pequeño, calvo, excesivamente abrigado, anciano, claramente ajeno al grupo. Observa la escena tras la reja del lado de la calle. Se lo ve atento, en silencio.
Las ciudades se transforman con el cemento y todas terminan pareciéndose. Pierden su sello particular. Pierden su pasado. Pierden su historia.