Por Ricardo Supisiche
De tener que relacionar arte y vida en una definición, la propondría en los siguientes términos: así como no habría sonido sin silencio, ni luz sin sombras; del mismo modo que necesitamos del oscuro para sentir la presencia del claro, así creo que para el hombre no podría ser la vida sin arte, como tampoco podría ser el arte sin vida.
En general, se llama pintores americanos a los que parten del arte indígena y pintan frecuentemente valiéndose de colores terrosos. Yo, que no pertenezco a ese grupo de pintores, creo sin embargo serlo pues mi pintura tiene mucho que ver con el lugar en que vivo (aunque no lo describo), con su color, su luz, sus habitantes, las supersticiones y los miedos que los sacuden, etcétera. Creo que mi pintura es un producto de este medio litoral y que, por ende, tiene el espíritu de esta parte de América.
Nunca me propongo crear un nuevo cuadro o una nueva obra. Simplemente, lo encuentro a través de un juego un tanto doloroso que practico con frecuencia, y que consiste en poner en marcha mi imaginación, moviendo en el plano distintas formas de maneras disímiles y sin preocuparme de que sean o parezcan determinada cosa. Es así cómo, de repente, empiezan a aparecer las imágenes...
Respecto de aquella discusión sobre si el verdadero arte debe trascender de lo particular a lo universal, o en sentido inverso, se me ocurre pensar que Gutiérrez Solana y Picasso son universales, pero antes que eso son españoles. Lo mismo pasa con Braque y otros en Francia, o con Carrá y Sironi, en Italia. Es decir, que han trascendido de lo particular a lo universal, y así creo que debe ser. Lo otro, me parece una especie de “esperanto pictórico”: es universal, pero no tiene cuna.
Cada cuadro es una aventura y debe tener el misterio trascendente de una aventura. Cuando aparece el misterio, “eso” que está allí, pero que uno no ha puesto del todo sino que ha aparecido sin que pueda atribuirse a ciencia cierta por qué, entonces el cuadro comienza a engrandecerse y se convierte en la gran aventura. Es el cuadro. Porque el artista impregna inefablemente cada una de sus obras con sus ideas, sus pensamientos, su sensibilidad. Cuando él siente que una mancha, una forma, es determinada cosa, la mancha, la forma, es “esa” cosa. Así también cuando esos espacios le parecen habitados, transmite el mismo sentimiento al contemplador. Es que, en definitiva, él es el primer habitante de su obra.




