Por José Luis Pagés
Ya habíamos sido “Los tres mosqueteros” y también los “Caballeros de la tabla redonda”. Ahora andábamos entre los personajes de Hora Cero. Pero por sobre todo éramos los amigos del agua y el sol.
La vida nos resultaba indescifrable, pero era entretenida como las novelas que otros escribían para nosotros. Sin embargo empezábamos a sospechar que vivíamos en un mundo inestable, un globo a punto de estallar en cualquier momento.
Ya leíamos los diarios, escuchábamos a nuestros mayores y empezábamos a interesarnos por la historia, un poco de Galvez, algo de Saldías, un capítulo de Sarmiento y una página de Lugones. No obstante nuestros días transcurrían sin mayores sobresaltos y lejos estábamos de llegar a la odiada y temida edad de la colimba.
Vivíamos todavía, más allá de las tediosas obligaciones estudiantiles, con los héroes y villanos del cine Esperancino mientras buscábamos alguna idea para ponernos entre los libros de la biblioteca Moreno. Las partidas de truco en el zaguán, las guitarreadas bajo el parral, los bailecitos y los interrogantes sexuales ocupaban nuestras horas. Pero con los primeros calores olvidábamos todo y sólo escuchábamos el llamado de la laguna.
La Setúbal era el espacio mágico donde lo inimaginable se hacía realidad, donde la finitud de la vida y el peligro que acechaba a la paz mundial nos tenían sin cuidado.
Aquel 22 de noviembre las palas de los remos entraban y salían del las aguas barrosas mientras el Indio peleaba contra la corriente. La costa, allá lejos. Bajaban los embalsados y rozaban la canoa dejando un chillido extraño, amenazante.
Por aquellos días ya creíamos que el poder era de quien tenía las armas y no entendíamos la paz y la calma provinciana del Presidente Illia.
La caída de Perón y de Frondizi fueron dos episodios sorprendentes que nos asaltaron en la infancia y primera juventud. Desde entonces el ruido de la maquinaria militar no había cesado y la confusión se colaba en nuestras discusiones fantásticas.
Después Fidel, Sierra Maestra, la defensa de la revolución, Bahía Cochinos, los misiles soviéticos, las cabezas atómicas y el peligro chino, habían hecho de la guerra fría lo más caliente que uno se pueda imaginar.
El Indio remaba mientras otros dos amigos disfrutábamos del sol, uno en la popa, otro en la proa.
De pronto, allá en la costa vimos brazos que se agitaban y distinguimos la silueta de Osvaldo. Se escuchaba un vocerío, se adivinaba en la playa un estado de gran excitación.
El Indio subió los remos y quedamos expectantes, a la deriva. Osvaldo corrió por la rampa para hacer un clavado perfecto. En seguida nadaba hacia nosotros, pero cada cuatro o cinco brazadas se detenía, sacaba medio cuerpo afuera del agua y gritaba algo que no llegábamos a entender.
Por fin el Indio puso proa a al este y entonces sí, jadeante y sin más fuerzas que las necesarias para aferrarse a la borda estuvo junto a nosotros. ¿Qué había pasado? ¡Que mataron a Kennedy, lo mataron, che! Que habían asesinado al hombre más poderoso del mundo -decían-, al tipo más poderoso y querible de esta tierra.
Tan bonachón era y diferente al ruso Nikita que amenazaba al mundo con lanzarle el zapato.
Kennedy, el presidente del jopo y la dentadura perfecta había muerto -en los brazos de una adorable Jackeline-, con la cabeza atravesada por los tiros de un cazador que lo esperó agazapado en la selva de cemento.
No recuerdo el regreso a la costa, no recuerdo la luz del sol, no recuerdo nuestras confusas y locas conjeturas. Sólo recuerdo que nos sorprendió la noticia como un ultimátum, una carta documento, una intimación perentoria y más aún, como la llegada del ángel del séptimo sello. ¿Se avecinaba el fin del mundo? ¿Qué más se podía esperar después que tres balas acabaran con el hombre más importante de la tierra conocida por nosotros?
Luego, cuando dos o tres años después un coronel bajó los escalones de la Casa Rosada tirando de la oreja de nuestro Presidente Arturo Illia dijimos “sí, el poder está en las armas”.
¿Qué hacía yo aquel 22 de noviembre? Asistí, aturdido como mis amigos, a uno de los capítulos unitarios más estrepitosos de “La verdadera guerra” como Richard Nixon tituló su libro dedicado a los años de plomo.




