La foto es muy buena. Están sentados uno al lado del otro. Parecen dos viejitos inofensivos. Tienen más de ochenta años y si no se conocieran sus historias inspirarían más compasión que temor, más piedad que odio. Uno se llama Menéndez y el otro Videla. Treinta años atrás inspiraban miedo y, a más de uno, terror. No sé si alguna vez alguien los respetó, pero me consta que muchos les rindieron pleitesía, alentaron sus proezas y aplaudieron sus hazañas.
Se equivoca Videla cuando dice que la sociedad lo acompañó en su marcha al infierno, pero se equivoca a medias. Sus exageraciones son evidentes, pero también su cuota de verdad: el golpe de estado de 1976 y el exterminio a los disidentes fue apoyado, no por todos, pero si por un porcentaje importante de la población. Es cierto que muchos callaron por miedo, pero no es menos cierto que muchos aplaudieron, o por lo menos consintieron sin avergonzarse demasiado por su escurridiza complacencia.
El golpe de estado del 24 de marzo no fue popular, pero tampoco transcurrió en la absoluta soledad. El gobierno peronista de Isabel era insoportable e indefendible. La mayoría de los dirigentes políticos -la mayoría, no todos- se pronunció a favor de las instituciones hasta el último día. Pero una vez más se demostró que la sociedad no defiende abstracciones y el 24 de marzo la defensa de las instituciones se parecía más a una abstracción que a una consigna popular.
No nos engañemos: un amplio sector de la población estaba harto de Isabel y los sátrapas que la acompañaban. Tampoco querían saber nada con la guerrilla y desconfiaban de los partidos políticos, sobre todo porque presentían que, como dijera Balbín, no tenían nada importante que ofrecer.
La naturaleza y la política se parecen porque rechazan el vacío. En el caso que nos ocupa, a ese vacío lo llenaron los militares. No fueron recibidos con júbilo, pero si con resignación y cierta esperanza. Se sabía, se suponía que venían a asegurar el orden y que serían severos con algunos. Creo que nadie, o muy pocos, creía que el precio a pagar por ese orden sería el de los secuestros, la tortura y la muerte de miles de disidentes. A las sociedades les cuesta ver lo que no quieren ver y a los hombres les resulta difícil tomar decisiones trascendentes cuando el escenario social y político no deja demasiadas alternativas para decidir.
Por lo pronto, los rostros de los militares eran severos, hablaban con lenguaje marcial pero no parecían temibles, por lo menos no era esa la impresión general y no lo fue por mucho tiempo. No se equivoca el analista que afirmó que si en 1978 los militares hubieran convocado a elecciones es muy probable que hubiesen ganado.
Treinta y cinco años después, estos dos hombres que se duermen mientras escuchan los alegatos judiciales, que temblequean cuando hablan, que les cuesta expresar sus ideas, incluso hasta por escrito, fueron en su momento de esplendor terribles y temibles. Entonces, sus rostros estaban todos los días en las pantallas de la televisión y en las fotos de los diarios. Ahora son cada vez más una noticia policial que una noticia política.
Videla y Menéndez pertenecen a un mundo que cada vez parece más lejano, y lo es efectivamente. Un hombre que hoy tiene cuarenta años estaba en primer grado cuando estos señores cometían sus fechorías. Es una de las grandes lecciones de la historia: el tiempo ajusta las cuentas para todos, incluso para aquellos que se creían omnipotentes e invulnerables.Vale la pena mirarlos: están instalados en el presente, pero son el pasado; un pasado ruin, sórdido, siniestro, pero también histórico. Condenarlos es condenar un pasado donde hubo víctimas y victimarios. Exhibían el poder con severidad, descaro y prepotencia. Parecían dioses y se creían dioses. Quienes vivimos esos años desde el lugar de las víctimas, los suponíamos eternos: no se iban a ir más, nuestros años transcurrirían sometidos a sus botas.
Parece mentira. La Justicia los condena y la sociedad los condena, la misma sociedad que en más de un caso aprobó sus actos. La evaluación histórica es por definición incompleta, pero no tanto como para eludir algunas conclusiones respecto del rol miserable de los verdugos y de los humores volátiles de las sociedades. También de los afanes de justicia que anidan en las culturas populares, afanes que no siempre se satisfacen. Es más, como lo explica con tanta lucidez y dolor Norberto Bobbio, casi nunca se satisfacen, porque no es ninguna novedad decir que en el mundo que nos ha tocado vivir la justicia suele ser una de las monedas más escasas.
Me preguntan si estoy contento por las condenas contra Videla, Menéndez y otros represores. “Contento” no es la palabra adecuada. Lo siento por algunos, pero la condena a prisión no me alegra, ni siquiera la de los asesinos, ni siquiera la de Videla y Menéndez. Creo que estos temas no se pueden evaluar en términos de alegría o tristeza; por lo menos ésa no debería ser la primera consideración. La prisión de Videla y Menéndez no me alegra, pero me satisface y me satisface porque es justa.
En una sociedad civilizada es justo que se pague por el crimen y sobre todo por el crimen político. Videla y Menéndez no mataron por razones personales, lo hicieron por razones políticas. Mataron o mandaron a matar, pero lo que es más grave aún, lo que transforma a sus delitos en imperdonables e imprescriptibles es que pusieron en marcha una maquinaria de muerte que pretendió legitimarse en nombre del Estado, que es como decir que lo hicieron en nombre de todos nosotros.
Los militares del Proceso sabían lo que estaban haciendo. Sabían que libraban una cacería contra grupos armados y disidentes y que esa cacería la iban a realizar violando las leyes de los hombres y, si se permite, las de Dios. Para cumplir con sus objetivos, recurrieron a psicópatas y asesinos seriales. La “locura” de los criminales, de los encargados de las faenas sucias, no era diferente a la de los caballeros uniformados que reunidos en alguna dependencia del Estado resolvieron actuar al margen de la ley y dieron las órdenes. Fue un plan sistemático y deliberado. Nada quedó librado a la improvisación, salvo el instinto criminal debidamente protegido. Secuestraron, torturaron y asesinaron de manera metódica y compulsiva. Mataron a guerrilleros, terroristas, militantes políticos y sociales. Y mientras algunos supusieron que la identidad ideológica de sus enemigos autorizaba el crimen, otros creyeron que a los crímenes de la guerrilla había que responderle con crímenes del Estado y, sobre todo, con crímenes que deberían ser mucho más aleccionadores y salvajes. A Jean-Paul Sartre se le atribuye haber dicho que a los verdugos, a los fascistas, se los reconoce por el modo en que ejecutan a sus enemigos.
Contemplo una vez más los rostros de Videla y Menéndez y no repito el lugar común de quien dice que no cree reconocer en esos ancianos agobiados por el cansancio y la derrota las facciones de los asesinos; lo que digo, es que la vida siempre se toma su revancha y que a veces no es necesario esperar el juicio de Dios para saldar cuentas con los asesinos.
De todos modos no puedo apartar de mi mente el rostro de esos hombres. A primera vista parecen dos ancianos respetables. Sus debilidades, su cansancio, su impotencia, curiosamente los humanizan. No son bestias, no son monstruos, son personas. Eso es lo terrible, lo que cuesta asimilar: que el ser humano sea capaz de cometer semejantes actos sin dejar de ser persona. Lo decía Hannah Arendt de Eichmann, pero vale para ellos, sus crímenes son imperdonables e imposibles de castigar. No hay ley humana que pueda sancionar tanto dolor, tanto sufrimiento. Creo que Borges decía que en el rostro de los hombres se dibujan sus propias historias, en esas líneas, en esas facciones, en esos gestos, hay una historia, un pasado, que es justamente el que ahora acaba de juzgar la Justicia.
No sé si estos hombres deben pagar sus condenas con la cárcel o con el arresto domiciliario. Soy de los que creen que el recluido en un palacio a los pocos meses sufre lo mismo que el preso encerrado en un calabozo. No estoy seguro de que la cárcel de ellos vaya a disuadir a los criminales del futuro si se crean las condiciones históricas que hicieron posible la intervención de los criminales del pasado. No creo que los familiares de sus víctimas vayan a sentirse mucho mejor porque treinta años después algunos de los asesinos vayan a la cárcel. Y sin embargo, creo que si vale la pena que la justicia exista, Videla y Menéndez debían ser juzgados y condenados. Juzgados con las leyes que ellos no usaron con sus víctimas y condenados con penas que nunca les nieguen su condición humana.






