El dictador Fulgencio Batista. Su corrupción y despotismo hicieron que el mundo se alegrara al saber que había sido derrocado. Foto: Archivo El Litoral

Por Rogelio Alaniz

El dictador Fulgencio Batista. Su corrupción y despotismo hicieron que el mundo se alegrara al saber que había sido derrocado. Foto: Archivo El Litoral
Rogelio Alaniz
Hace cincuenta y seis años, el dictador Fulgencio Batista huía de Cuba y los barbudos de la Sierra tomaron el poder. En toda América Latina, desde la derecha a la izquierda, se celebró el acontecimiento. En la Argentina, los antiperonistas estaban convencidos de que Batista era Perón, y que Fidel y Camilo se parecían a los jóvenes estudiantes de la FUA.
La revolución cubana conquistó la inteligencia y los corazones de los intelectuales de su tiempo. El relato de los barbudos idealistas, valientes y justos derrocando a un dictador mestizo, mulato y corrupto era atrapante. Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir viajaron a La Habana y se fotografiaron al lado de Fidel y del Che. Después escribieron su libro “Huracán sobre el azúcar”. Veinticinco años más tarde, Julio Cortázar escribirá “Nicaragua tan violentamente dulce”. En los dos casos mencionados, los escritores deberían haber agregado la clásica advertencia: “Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”.
Sobre el itinerario de la revolución cubana ya habrá tiempo de hablar. Me importa ahora destacar que los revolucionarios llegaron al poder prometiendo la democracia y la puesta en vigencia de la Constitución de 1940 derogada por Batista cuando en 1952 dio un golpe de Estado e instaló la dictadura.
También importa observar al pasar, para tener una idea aproximada del tiempo transcurrido, que para esos años el Papa se llamaba Juan XXIII, John Kennedy todavía no había llegado a la presidencia de los EE.UU. y en la Argentina gobernaba Frondizi. En nuestro universo cultural, todavía no se sabía nada de los Beatles ni de los Rolling Stones; Pelé recién empezaba a ser conocido por su desempeño en el mundial de Suecia; Perón estaba en el exilio.
Menciono al azar estos datos para hablar de hechos y sucesos que ocurrieron hace más de medio siglo y que pertenecen a un pasado cada vez más remoto. Lo único que de aquellos años se mantienen son los revolucionarios cubanos, o, mejor dicho, los Castro, y un puñado muy reducido de sobrevivientes de aquella gesta, ya que en el camino unos murieron por razones biológicas, muchos renegaron de la revolución, otros padecieron cárceles o fueron asesinados y no fueron pocos los que optaron por la solución del suicidio, como Haydeé Santamarina, uno de los emblemas de la revolución, para no mencionar los casos perversos de Arnaldo Ochoa y Tony La Guardia, dos próceres de la revolución que a principios de los años noventa concluyeron en el paredón por hacer aquello que Fidel Castro les había ordenado que hicieran: obtener divisas a través del narcotráfico.
Volvamos a aquellos días de diciembre de 1958. Había alegría y entusiasmo. La dictadura de Batista cayó sin pena ni gloria luego de una rápida y efectiva guerra, que de todos modos fue mucho menos cruenta que la que luego padecieron países como Guatemala y El Salvador.
El desprestigio de Batista era absoluto. Las clases medias, el movimiento obrero organizado, profesionales, estudiantes e intelectuales, lo repudiaban sin vacilaciones. La corrupción del sistema era escandalosa. Al respecto, no hace mucho se supo que el dictador no aniquiló a los barbudos que recién desembarcaban del Granma porque necesitaba del pretexto de un conflicto armado para continuar justificando asignaciones presupuestarias, que por supuesto él y sus colaboradores se embolsaban. En síntesis, Cuba era presentada como una mezcla de prostíbulo y hampa, al que los castristas vinieron a ponerle fin.
¿Era así? Claro que era así. Sobre Fulgencio Batista y su régimen no es mucho lo que se puede decir además de su corrupción y su despotismo. Lo que corresponde recordar, de todos modos, es que este modesto soldado mestizo de origen campesino, llegó a la política participando del levantamiento cívico militar que puso fin a la dictadura de Gerardo Machado, en 1932.
El paralelo que se podría hacer entre la caída de Machado y la de Batista es interesante, porque abundan las coincidencias respecto de la catadura de los gobernantes y la amplia movilización de quienes estaban interesados en derrocarlos. Allí, terminan las coincidencias. A Machado lo sucedió un proceso confuso de democratización que culminó con la sanción de una Constitución como la de 1940 y -¡oh, casualidad!- la presidencia de Batista que llegó al poder a través del voto popular y el apoyo -otro sugestivo acontecimiento- del Partido Comunista de Cuba, entre cuyos dirigentes se destacaban varios que luego serán convocados por Castro en 1960.
A Batista lo sucedió en 1944 el dirigente del Partido Revolucionario Cubano Auténtico, Ramón Grau San Martín, y en 1948 asumió Carlos Prío Socarrás. Son años de intensa movilización política y creciente corrupción estatal. El dirigente político más popular en esos años es Eduardo René Chibás. Excelente orador, líder estudiantil en sus años universitarios, político de austeros principios, su consigna electoral no deja de ser sugestiva: “Prometemos no robar”.
Prío Socarrás habrá de tener un fin trágico, porque el 5 de agosto de 1951, y en un programa de televisión, decidió suicidarse, aunque sus críticos dijeron que en realidad intentó dispararse en la pierna para dramatizar sus palabras, pero un error de cálculo precipitó su muerte.
Es en ese contexto que Batista da el golpe de Estado para impedir las elecciones de 1952. No es muy sabido que dos años después convocó a comicios, donde se aseguró ser electo por una mayoría de cubanos debidamente manipulada, en elecciones donde los principales líderes opositores se abstuvieron. El mandato de Batista concluía en 1958. Ese año, hubo algo así como una convocatoria electoral donde fue elegido Andrés Rivera Agüero, quien no se hizo cargo de la presidencia porque el señor Batista se lo impidió.
En ese contexto es que actúa Fidel Castro. Hijo de una familia de terratenientes, realizó estudios universitarios en La Habana y desde muy joven se destacó por su carisma, su apego a la violencia y su ambición de poder. Lo que importa señalar por el momento es que, como dirigente político, siempre fue capaz de combinar una práctica violenta con consignas democráticas.
Es en esos años cuando inicia sus primeros preparativos armados, una de cuyas manifestaciones más visibles es el asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953. El operativo insurreccional fracasó, pero Fidel salvó la vida y en el juicio abierto en su contra elaboró una estrategia defensiva, un alegato pronunciado por él mismo que concluyó con aquella famosa frase: “La historia me absolverá”.
Vale la pena recordar estos detalles para dar cuenta no sólo del carácter corrupto y represivo de la dictadura de Batista, sino también de sus límites, como es el caso de darle a Fidel la oportunidad de transformar a su juicio en una tribuna de propaganda. También llama la atención que muchos de los combatientes del Moncada fueron asesinados luego de atroces torturas, pero el mismo destino no corrió Fidel, quien dos años después recuperó la libertad. La leyenda dice que su condición de hijo de terratenientes le salvó la vida; otros hablan de las oportunas diligencias de “hermanos” de la masonería o, directamente, de un grueso error de cálculo de Batista.
En el exilio, Castro organizará la resistencia, uno de cuyos momentos clave será le desembarco del Granma y el inicio de la resistencia armada. En la guerra revolucionaria, transformada por el castrismo en una épica muy superior a los datos de la realidad, murieron en total alrededor de dos mil personas, con un dato sugestivo: hubo más muertos en las ciudades que en el campo o la sierra.
La movilización urbana y rural contra Batista fue amplia y valiente, pero la cuenta regresiva a la dictadura se inició cuando en abril de 1958 el presidente de EE.UU., Ike Eisenhower declaró el embargo de armas a la dictadura.
(Continuará)