Estanislao Giménez Corte
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I
Suele decirse que los artistas son personas sumidas en horrores varios. Como si cierto coqueteo con el espanto fuese condición necesaria del arte. ¿Será? ¿Será que pesadillas, traumas, adicciones, que enfermedades, alucinaciones, insolvencias, desfilan de noche, de día, como un decadente collage en expansión, frente al artista? ¿Será que aparecen justo en el espacio en el que la mano va a la pluma, justo para romper la armonía entre los dedos y las teclas que esperan, ofrecidas, justo para ennegrecer la paleta? Ahora, cuando aparecen ¿pueden devenir estos horrores experimentados en materia propicia para el espíritu atento y fuerte, ése que puede transformar lo atroz en una estética sin desfallecer en la empresa?
La convivencia con los horrores. Como la de cualquier mortal, sí. Más, también. Posiblemente, con unas leves diferencias: la sensibilidad extrema adjudicada a los artistas hace que la relación con el horror quizás sea más cercana, reiterada, un poco menos distante, incluso hasta provocada, cuando no una relación de mutuo usufructo, como el caso de Poe, de Lovecraft, de Rimbaud. Para contar el infierno, lo sabemos, muchos artistas quisieron experimentarlo.
La pesadilla como modus operandi o inspiración ha alumbrado obras maestras de todo tipo (pensemos en “El Grito”, de Munch). Pero hay otros horrores, menores, que rodean al artista como animales en celo. Presentes, firmes en su terquedad: falta de creatividad, escasez de reconocimiento, debacle física, moda. Éstos hacen de alguna forma a nuestra propia naturaleza humana, y muchos se relacionan con el propio decurso de vida y con el temor inherente al paso del tiempo, más que con la naturaleza artística o no del sujeto.
Hay otros, finalmente. Una subcategoría. Menores que estos menores. Horrores en los que no va la vida pero que configuran o pueden configurar un enorme problema para el futuro del artista, ya sea por cuestiones concretas (caída de contratos, denostación pública, escándalos sexuales), ya sea porque sitúan al artista en un lugar que aborrece y del que no podrá salir, nunca. O porque el estigma devenido del vacilante juicio popular, una vez decidido, es casi irreversible. A menudo, esos horrores que carga el artista suelen ser extraordinariamente injustos. Como si un gesto congelara la imagen de alguien para siempre. Como si alguien nos tomara una fotografía en una situación embarazosa, con nuestro peor rostro. Y ella fuese nuestra imagen al mundo, para siempre.
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