Rogelio Alaniz
Fue un día de sol. Un viernes si no me equivoco. Salía del comedor universitario y casi en la puerta un amigo me avisó que acababan de asesinar a Silvio Frondizi. La información era incompleta, pero la conclusión no dejaba lugar a dudas: un comando de las Tres A había ingresado a su departamento de calle Cangallo y lo habían sacado a la fuerza.
Después nos enteramos de que lo trasladaron hasta los bosques de Ezeiza donde lo fusilaron a quemarropa.
Arturo, su hermano, reconoció el cadáver en el Hospital de Ezeiza. Dijo que estaba desfigurado y tenía los brazos deshechos. Según el informe de los peritos, le dispararon cincuenta y dos tiros. Los sicarios de las Tres A aseguraban su trabajo. Todos los crímenes de los soldados de Isabel y López Rega tenían un componente de terror. Mataban, pero la puesta en escena era aleccionadora.
Lo hacían a la luz del día o en el centro de la ciudad. El mensaje era claro: estamos autorizados a matar y nadie lo puede impedir. A Rodolfo Ortega Peña lo asesinaron en una esquina céntrica; a Julio Troxler lo secuestraron y le hicieron vivir la pesadilla de los basurales de León Suárez, es decir, lo dejaron correr y después hicieron blanco sobre su cuerpo. Esta vez no le erraron. Y el militante que no pudo ser asesinado por la Revolución Libertadora terminó abatido por las balas del gobierno peronista.
Todos eso crímenes tenían ese componente de impunidad que los hacía más estremecedores. Todos. Pero el asesinato de Silvio Frondizi fue el más salvaje. Un viernes a mediodía una multitud circula por calle Cangallo. Buenos Aires a esa hora se desborda de gente, autos y colectivos. Ese fue el momento que eligieron los sicarios para proceder. Cangallo fue declarada zona liberada. Tres autos cerraron la cuadra y dos estacionaron frente a la casa. Cuatro o cinco hombres subieron hasta el departamento donde Frondizi vivía con su esposa, Pura Sánchez Campos. A esa hora los acompañaban sus dos hijos, Isabel y Julio, y su yerno, Luis Alberto Mendiburu, docente universitario y militante de la JUP. El otro testigo fue su nieto de seis meses.
Los asesinos no perdieron el tiempo en delicadezas. Golpearon la puerta y cuando Frondizi intentó abrir, empujaron, lo redujeron y lo bajaron. No les costó mucho trabajo: se trataba de un hombre de casi setenta años. Su yerno salió detrás de ellos y cuando se asomó a la calle le dispararon desde la vereda de enfrente. El joven murió horas después en el Hospital Italiano. El hijo de Frondizi se asomó al balcón con un revólver calibre 22. Disparó y pinchó la goma de un auto que luego fue abandonado a pocas cuadras. La caravana de la muerte enfiló rumbo a los bosques de Ezeiza. Nadie intervino, nadie dijo nada, ningún policía se acercó a ver lo que estaba pasando. Perón había muerto el 1 de julio de ese año, pero sus herederos hacían muy bien su trabajo.
Esto ocurrió el 27 de septiembre de 1974. Sucesos de ese tipo habían empezado a ser habituales. Ese año las Tres A habían asesinado a Rodolfo Ortega Peña, al padre Carlos Mujica y a Cuqui Curutchet. Los Montoneros y el ERP pagaban con la misma moneda. A los que quedábamos en el medio no nos quedaba otra alternativa que agacharnos para esquivar las balas.
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