Rogelio Alaniz
Miles y miles de creyentes lo despidieron en Milán, la ciudad donde fue obispo durante veinte años, la diócesis católica más importante de Europa. Mujeres y niños, jóvenes y ancianos, pobres y ricos, salieron a la calle para darle el último adiós al obispo que amaban. El papa Benedicto XVI ponderó su compromiso con la Iglesia, sus servicios desinteresados a la Iglesia con la que comprometió su vida.
Quienes en otros tiempos lo acusaron de hereje, demagogo y anti Papa, esta vez guardaron silencio, porque los hechos eran mucho más fuertes que las maledicencias, las injurias y el fanatismo de los que todavía añoran las hogueras de la Inquisición. Las autoridades de otras religiones, ponderaron las virtudes de un obispo siempre abierto al diálogo, a la práctica sincera del ecumenismo y a la grandeza de la duda.
Los hombres sencillos lo amaban y sus adversarios, incluso los más enconados, lo respetaban. Los no creyentes sabían que estaban ante un hombre iluminado por la fe, pero dispuesto a entender las dudas y a dialogar. El coraje que tuvo para conversar con Umberto Eco, no es diferente de su osadía para decirse admirador de Gandhi, Lutero y el Dalai Lama.
Se dijo que cuando murió Juan Pablo II, su sucesor sería Carlo María Martini. No me consta que sea cierto, pero está claro que una inmensa mayoría de católicos alentó esa esperanza. No fue así. El elegido fue Ratzinger y lo fue, entre otras cosas, porque Martini, desde su inmensa autoridad moral, lo avaló. Quienes ignoran el universo interno de la Iglesia Católica, un universo complejo, contradictorio, sinuoso, aferrado a tradiciones y rituales, nunca podrá entender por qué el cardenal progresista respaldó al cardenal conservador. Sin embargo, así fueron las cosas. Y así fueron, porque los movimientos internos de la Iglesia poseen una lógica propia que escapa a las visiones que suponeen que la única contradicción válida es la que se expresa a través de progresistas y conservadores.
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