Antonio Camacho Gómez
Antonio Camacho Gómez
Cuando ingresé a El Litoral en 1962, ya tenía una larga trayectoria periodística que se inició a los veinte años en el diario La Mañana de Santa Fe, casi recién llegado de España, en donde tuve como condiscípulo del bachillerato a Manuel García Ferré, famoso luego dentro y fuera de la Argentina, que ilustró uno de mis primeros poemas. También había sido corresponsal del diario principal de Almería comenté la pelea por el título mundial en la cancha de Boca entre Pascual Pérez y Young Martin, entre otros temas- y columnista, con firma y sin ella, en el matutino El Territorio de Posadas, en el cual me incorporé tras probarme su director, Humberto Pérez, mediante la crítica que les hice a las primeras figuras del Teatro Colón de Buenos Aires, Rafael Rodríguez y Esmeralda Agoglia. Desde entonces fui el encargado de los asuntos culturales y de arte.
Aunque era reconocido en Misiones y más allá de sus límites en el Club Social de Encarnación (Paraguay) recité acompañando a un prestigioso guitarrista hispano, con transmisión de ZP5, de alcance europeo- y estaba muy bien pagado, a mi señora, que deseaba vivir en Santa Fe y trabajó como reportera y columnista en El Litoral durante dos años, se le ocurrió que debía venirme para acá junto a mi familia y la suya. Ni corta ni perezosa tomó parte de mis trabajos de prensa y se fue a interesar a Riobó Caputto, el director de este vespertino. Cuando me leyó no tuvo duda diciéndole que su marido podía desempeñarse en cualquier periódico y que podía venirme. Recuerdo que mi tarea inicial fue nada más ni nada menos que pasarme toda una tarde haciendo la crónica de las conferencias del peronista y gran médico Raúl Matera y del eminente y luego presidente de la República, el radical Arturo Frondizi. Y entonces no había grabadoras. El jefe de Redacción, Antonio Avaro, me dijo al día siguiente que los directores se refería también a Enzo Vittori- habían quedado muy satisfechos.
Desde entonces mi carrera en el diario fue meteórica. Reportero, cronista, redactor, jefe de Cultura, subsecretario y secretario de Redacción, crítico de libros, editorialista ganador del premio nacional Santa Clara de Asís en Buenos Aires para que hablara en nombre de los periodistas del interior del país- y, en ocasiones, comentarista de teatro lo hice con Nati Mistral- y de artes plásticas, caso de un Salón Anual en el Museo Municipal de Artes Visuales Sor Josefa Díaz y Clucellas. Siempre con tal independencia que jamás concurrí a los agasajos a la prensa de gobernadores e intendentes civiles y militares. Incluso rechacé una invitación a cenar del coronel Coquet, alcalde de la urbe. Editorialista sin compromisos, más que el del bien común, nunca objetado y siempre con total libertad para elegir los asuntos.
Cuando concluía mi trabajo en el turno de la mañana, a la una de la tarde, pasaba a mi mesa en el antedespacho de los directores que me daban total libertad para modificar títulos de notables colaboradores porteños, por ejemplo Osiris Troiani. Corregía las notas de Caputto, con el que tuve una relación sumamente afectuosa y a veces me llamaba a su casa, aun enfermo, para darme alguna instrucción; y una vinculación con Enzo Vittori de mutuo respeto. Me entregaba para verificar el material, generalmente cinematográfico, que él revisaba y me permitía alguna broma que a nadie hubiese tolerado. Más todavía. Si algún personaje de Santa Fe, sin excluir autoridades, se le iba a quejar por alguna decisión que yo había tomado como máximo responsable de la Redacción, me llamaba, le argumentaba y mi palabra era ley. Como mis asesoramientos lingüísticos. Aclaro que escribí durante bastante tiempo una columna respecto del idioma, sustituyendo al profesor Tur Oliver. También le dediqué un programa en la emisora LT 9 auspiciado por la Secretaría de Cultura de la provincia. Años más tarde, la profesora Raquel Díez Rodríguez de Albornoz, gentilmente, me calificó de “eminente lexicólogo”.
Siempre recordaré a Riobó Caputto, con una grave dolencia, llegando a su despacho a la hora de la siesta y diciéndome: “De mis soledades vengo y a mis soledades voy”, citando, creo, a fray Luis de León. Y a Enzo dándole caramelos a mis hijos cuando me visitaban. Y a su padre, don Pedro Vittori, que incluso con dificultades para caminar, todas las mañanas recorría el diario y al pasar junto a mí me acariciaba la cabeza. A Enzo lo vi por última vez una mañana, en la calle, y me dijo: “Mientras yo viva usted podrá seguir escribiendo en el diario”. Hacía años que lo había dejado por razones de salud, lamentando los esfuerzos que efectuó la empresa para que volviese en función no estresante. La cual, sin obligación, me regaló una gran cifra dineraria. Pero la opinión médica fue tajante. Y me jubilé. Sin embargo, con el correr del tiempo, colaboré escribiendo editoriales y notas firmadas, hasta el presente y en el segundo caso. Agradecido a María del Carmen Caputto y a Gustavo Vittori, con el que tantas horas polémicas y fraternas compartí en el diario.
En el atardecer de mi rica existencia, reconocido por distintos gobiernos e invitado por la Universidad de Columbia, en Nueva York; evocando la despedida de Cervantes y la de Antonio Machado ante el fin inevitable, las imágenes de Riobó Caputto y Enzo Vittori surgen en mi memoria fijas en un pasado de emocionantes vivencias, suscitando un sentimiento de nostalgia y gratitud.
En el atardecer de mi rica existencia, reconocido por distintos gobiernos e invitado por la Universidad de Columbia, en Nueva York; evocando la despedida de Cervantes y la de Antonio Machado ante el fin inevitable, las imágenes de Riobó Caputto y Enzo Vittori surgen en mi memoria fijas en un pasado de emocionantes vivencias, suscitando un sentimiento de nostalgia y gratitud.