Por Rogelio Alaniz
El estigma de la humillación y la derrota lo acompañó desde la infancia. En un tiempo en el cual el linaje era sinónimo de reconocimiento social, a él se le decía el hijo del mazorquero o el hijo del ahorcado. De todos modos, gracias a su voluntad, su orgullo y su talento, Leandro N. Alem pudo conquistar posiciones sociales y políticas. Fue abogado, legislador y el político más querido de Buenos Aires, pero nunca dejó de ser el hijo del pulpero ejecutado en el patíbulo junto a Ciriaco Cuitiño, el puñal más filoso y manchado de sangre de la Santa Federación. A lo largo de su vida el hombre ganó amigos y amantes. También legiones de enemigos. Pobre, enfermo, derrotado, seguía rodeado de amigos y de mujeres que se enamoraban de sus ojos oscuros, de su mirada triste, de su coraje civil, de su señorío compadre. Siempre estuvo rodeado de gente, pero en su intimidad él sabía que estaba solo. Fue intransigente con la corrupción y el privilegio antes de que esas palabras se transformaran en una consigna política. Los fracasos no lo doblegaron, en todo caso profundizaron su melancolía, su sentido trágico de la existencia. No era un resentido. No estaba intoxicado por el odio ni por el rencor. Sufría, pero se sentía el exclusivo responsable de su sufrimiento. Como Borges, podría haber dicho: “Sólo me queda el goce de estar triste”. Varias letras de tangos y milongas lo recuerdan. Se las merece. No lo amargaba la pobreza, porque nunca ambicionó ser rico, pero lo amargaban la injusticia, la traición, las claudicaciones morales. El político más popular de Buenos Aires, el hombre amado por la multitud, el caudillo respetado por compadritos y malevos ignoraba las reglas elementales de la política; o si las conocía, no quería valerse de ellas. Su intransigencia irreductible, altanera, insobornable, se estrellaba contra la roca del poder, contra la dureza de los intereses, contra la “Montaña”, como escribió poco antes de morir, poco antes de que esa “Montaña” lo aplastara. Su práctica política estaba más cerca de Savonarola que de Maquiavelo; era más un moralista que un hombre de Estado; su universo era el de las convicciones absolutas, no el de las responsabilidades. Como escribiera poco tiempo antes de morir, prefería romperse a doblarse. Para él, el amigo era amigo y el enemigo, enemigo. No había medias tintas y si las había era necesario denunciarlas. Sensible a las ofensas prefería el duelo a facón o pistola que la discusión leguleya; prefería jugar la vida a pecho descubierto que enredarse en los laberintos de las transacciones y las componendas. Se decía revolucionario y estaba convencido de que lo era. Objetivamente era un liberal intransigente, un populista democrático, un opositor al orden conservador, pero un opositor que no se proponía o no sabía ir más allá de la crítica a la venalidad del régimen, la venalidad de sus dirigentes. Alguna vez parece que le hablaron de Carlos Marx y el socialismo y respondió que ésas eran cosas de gringos. Su nacionalismo democrático, republicano, era más intuitivo que razonado. Alem no pensaba, sentía. Se comportaba en ciertos momentos como un demagogo, pero no lo era. No ambicionaba el poder, no le gustaba manipular a la gente, no mentía, no engañaba. Su práctica política era la de su tiempo; se diferenciaba de los conservadores en muchas cosas, pero también en muchas cosas se parecía ellos. Había aprendido política al lado de Adolfo Alsina, que sí era algo demagogo. De Alsina había desarrollado la capacidad de hablarle a la gente con la lógica de los sentimientos. También de Alsina había aprendido que un político debe ser guapo y debe aguantar con el cuerpo lo que dice con la lengua. Cuando le preguntaban qué hacía falta para ser radical, contestaba: “Para ser radical hay que ser macho”. No cuidaba su salud, pero cuidaba su presencia; era un compadrito endomingado. A veces se paseaba con un bastón, pero en sus manos el bastón parecía un rebenque. El tono de su voz era culto, pero en las asambleas y en el trato cotidiano con la chusma de Balvanera, hablaba como los malevos. Los vecinos de los arrabales lo respetaban por derecho, por calavera y por guapo, pero él no era uno más del barrio, era el doctor Alem, el hombre que había estudiado en la universidad, que mantenía relaciones con personas importantes y que era socio de uno de los clubes sociales más distinguidos de la ciudad. No sabía de teorías políticas y, tal vez, no le interesaban, pero sabía lo que le pasaba a su gente, a su pueblo. Ciertas verdades políticas, ciertas certezas, Leandro Alem no las aprendió en los libros sino en la calle. Sus adversarios -y luego sus correligionarios- le van a reprochar su costumbre de quedarse conversando en el mostrador de un boliche con un vaso de ginebra de por medio con carreros, vendedores ambulantes y, en más de un caso, con malevos y compadritos. Los mangueros abusaban de su generosidad; él lo sabía, pero los dejaba hacer. En el barrio, Alem no le decía que no a nadie. En su estudio jurídico atendía gratis a los pobres. Si un amigo lo invitaba tomar una copa era muy difícil que se negase; tampoco se resistía a las insinuaciones de las mujeres. Vivía al día y no le molestaba a hacerlo. En tiempos de campaña electoral dormía donde lo agarraba la noche, En Balvanera, el hombre de la calle, la mujer de la cuadra, los pibes de la esquina, conocían a ese hombre delgado, de hondas ojeras y ojos oscuros que caminaba como un compadrito, pero usaba galera, algo inclinada como los malevos, que se protegía la espalda y la garganta con una chalina de vicuña y entre el cinto y el chaleco siempre asomaba el mango del cuchillo o la culata del revólver. No era un intelectual en el sentido clásico de la palabra, pero era un hombre medianamente culto para su tiempo. Le gustaba la poesía y escribía versos, muchos de ellos olvidables. Leía lo que le caía a mano, pero su género preferido era la literatura; el mismo se creía un personaje salido de una novela de Jorge Isaac. Volcado de lleno a la política, dejará de escribir poemas, pero seguirá viviendo como un poeta. No escribió buenos poemas, pero podría decirse, como una vez dijera Oscar Wilde, que a su talento de artista no lo puso en las palabras sino en la vida, incluido el desenlace trágico de aquella noche del 1º de julio en las puertas del Club del Progreso. Alsina era querido en los arrabales; Alem era adorado. Las mujeres en los ranchos tenían retratos de él; los guapos llevaban alguna medalla que lo recordaba. Cuando hablaba, la multitud lo escuchaba con una devoción casi religiosa. Las palabras de esos discursos, de esas arengas, se perdían en el viento, eran palabras cargadas de emoción, palabras que debían escucharse, no leerse. Alem está allí, en el centro del escenario, vestido de negro, la chalina en los hombros, los ojos oscuros, la mirada desafiante y melancólica. ¡“Macho”!, le grita una mujer, pero él probablemente no la escucha. ¡“Macho”! le gritan los compadritos de la barra cuando se pelea con Pellegrini o discute con Roca. No es ingenuo. No ignora las tramas y las picardías de la política menuda. Por el contrario, las conoce y las conoce bien porque sabe de la vida, porque tiene calle, porque sabe de las bondades y las miserias de los hombres, de sus virtudes y sus vicios; pero por temperamento, por lealtad consigo mismo, por fidelidad a la gente que lo sigue, no está dispuesto a transigir con cobardes, miserables y canallas. Su concepción de la política es tradicional, pero con un sorprendente tono libertario. Alem apela al pueblo, pero, cosa notable en un político de su tiempo, estimula su autonomía, les advierte sobre el peligro del poder, los interpela para que sean ellos los protagonistas de la democracia. “Dejad esa tendencia de esperarlo todo de los gobernantes y graben en vuestra conciencia la convicción de que ese proceder rebaja el nivel moral de los pueblos”. (Continuará)
Su concepción de la política es tradicional, pero con un sorprendente tono libertario. Alem apela al pueblo, pero estimula su autonomía.
Fue intransigente con la corrupción y el privilegio antes de que esas palabras se transformaran en consignas políticas.