Por Luciano Lutereau (*)
Por Luciano Lutereau (*)
Eventualmente, se considera que el complejo de Edipo es una pieza abstracta de la teoría psicoanalítica. Sin embargo, esto ocurre cuando se piensa que es algo en sí mismo, más allá de los fenómenos que lo manifiestan. Como estructura, el Edipo es un supuesto que hace inteligible una serie de experiencias habituales. No consiste en una especulación, sino en un método de reconocimiento de coordenadas típicas.
En efecto, este método se apoya en ciertas posiciones subjetivas; es decir, en el marco de ciertos datos concretos, se establecen determinadas actitudes como propias del sujeto, en particular referidas al deseo y la culpa. Por eso, lo complejo del Edipo es no recaer en un relato imaginario, del estilo “se quiere casar con la mamá y matar al papá”, sino algo que, en realidad es más simple: el neurótico es alguien que no puede actuar su deseo (a esto llamamos “culpa”), ya que éste se encuentra sometido a una prohibición que no sólo lo obstaculiza sino que lo produce... como reprimido.
Esta división entre acto y deseo (que llamamos “castración”) se realiza a través de un afecto privilegiado, la angustia que, por lo tanto, es la “angustia de castración”. Por cierto, esta última no está referida a que alguien tema que le van a cortar algo, o ante la amenaza de una pérdida en sentido particular. En todo caso, éste es el modo en que los neuróticos fantasean la castración: como pérdida de algo, temor que justifica que sea la inhibición una posición general ante la vida.
Ahora bien, ¿en qué experiencia concreta se verifica esta estructura? Un afecto edípico corriente son los celos. “Celoso” no es quien simplemente sufre porque el amor de otra persona no le está destinado, sino que los celos neuróticos también están teñidos de culpa: las celotipias de las neurosis son un modo de desear a partir de un amor frustrado, que no puede ser vivido como tal, y requiere de la fantasía en que podría perderse al otro. Por eso, es tan común, en los neuróticos celosos, que requieran de escenas en que el síntoma se atribuya a la otra persona (a un rasgo o a algo que el otro haría) para poder actuar de manera indirecta el amor frustrado (“Me pongo loco porque te amo”), forzar una reconciliación o una promesa de volver a empezar. Un amor que siempre vuelve a empezar es un amor que nunca terminar de empezar. He aquí una coordenada en la que Marcel Proust hizo una importante contribución a la clínica del psicoanálisis.
No obstante, se podría alegar que los celos son un síntoma muy específico, que no siempre se encuentra en la vida cotidiana. Y como a quien no quiere ver, no hay más que pedirle que oiga, tomaré una situación universal: jamás en mi vida conocí a un niño (salvo casos de patologías severas) que disfrutara de lavarse la cabeza. Todo lo contrario, mil veces padres me han comentado los malabares que deben hacer para lograr un acto tan trivial. Por lo tanto, ¿qué motiva una rebeldía y desparpajo semejante en la infancia?
La respuesta es evidente para mí. Es la angustia de castración. Por lo general, cuando a un niño “hay que” lavarle la cabeza (ya que los adultos no nos reconocemos en que querer lavarles la cabeza es un deseo nuestro), se encuentra haciendo lo que suelen hacer los niños en la bañadera: jugar. En la experiencia con mi hijo, nunca obtuve una queja respecto de esta cuestión si el bañarse estaba subordinado a una actividad utilitaria (es decir, “te bañas rápido para ir a la casa de...”, o sea, un baño sin juego). Pero si la situación es la de un niño que está jugando en la bañadera, la aparición del deseo adulto de querer lavarle la cabeza genera un forcejeo inexpugnable.
“Ahora no”, “Más tarde”, “En un ratito”, dicen los niños, cuando no ocurre que se enojen directamente con el adulto que quiere traumarlos con una ley insensata. Muchas veces los padres negocian, ofrecen recompensas o castigos, como un modo tonto de destituirse de ese lugar que no tienen más remedio que ocupar. En este punto, mil temores sustitutos podrían derivarse (miedo a ahogarse, a que el agua entre en las orejas o en los ojos, etc.) pero ya serían una elaboración de esa angustia fundamental, que no es ante algo, sino por la intrusión de quien interrumpe el acto del juego y le quita su fuerza pulsionante.
Siempre me pareció atractivo y hacendoso el modo en que algunas personas (sobre todo las mujeres) saben tratar la angustia de castración de un niño. Diciéndoles: “Ya pasó”, fórmula general de los mimos y otras sanaciones de la infancia, y de una hermosa canción de Jorge Drexler que afirma: “Ya pasó/ ya he dejado que se empañe/ la ilusión de que vivir es indoloro”.
(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.