Por Carlos Catania
Por Carlos Catania
La primera vez que leí a E. M. Cioran experimenté, en primer término, la sensación de invadir el reinado de las levitaciones mentales; se iniciaba en mí el trastrueque de numerosas representaciones. En segundo lugar, me invadió el deseo de parangonar su visión del mundo: pensé en Musil y en su hombre sin atributos, en el extranjero de Camus y, naturalmente, en Diógenes y su linterna. También, y no lo considero tan desacertado, en el mago Merlín. Más tarde caí en la cuenta de que el ansia de buscar comparaciones respondía al hecho de que Cioran era único.
Pero no fue el “Adiós a la filosofía” ni “La tentación de existir” ni su último libro, “Ese maldito yo”, los que me sacaron de mis casillas sino, definitivamente y fuera de toda ontología, su “Del inconveniente de haber nacido” (no obstante mantiene en él el mismo “clima metafísico” que los anteriores: “Quien no muera joven se arrepentirá tarde o temprano”). Cioran se definía como escéptico al servicio de un mundo agonizante. Al principio yo lo había considerado nihilista por los cuatro costados. Luego me pregunté si un nihilista de cuerpo entero se tomaría el trabajo de escribir toda una obra sólo para contradecir la asunción de un criterio universalista. Me pareció raro.
No hay más remedio, me dije, que considerarlo un humanista: obliga a reflexionar sobre lo que nunca pensamos. Su descreimiento del puesto del hombre en el cosmos y el desgarramiento que le supone el haber nacido revela, por contraste si se quiere, una inmanencia que, quizás a pesar suyo, transita por su obra como un pregón que anuncia la imposibilidad de resistir la vida en un mundo desquiciado donde la reinante hipocresía, la venerable estupidez y el asesinato de ser para algo, similar al de ser para nada, vulneran, si es que existe, la otra cara de la moneda. Asimismo, lo que llamamos “bueno”, “elevado”, “virtuoso”, cae bajo la inconsistencia y falsedad del mero vivir: “Cuando me sorprendo concediendo importancia a las cosas, recrimino mi cerebro, desconfío de él y le sospecho algún desfallecimiento, alguna depravación”.
Es en “Del inconveniente de haber nacido” donde sacude más violentamente el entendimiento del lector. Citando a Buda sostiene que antes de la vejez y la muerte, el nacimiento es fuente de todas las desgracias y de todos los desastres: “Lo único, la verdadera mala suerte: nacer”. Admito que, en términos teóricos, si bien se considera corrientemente como una bendición, nacer para la muerte no es fuente de alegría. Pero, en general, los humanos consideramos “el tramo”, ese espacio temporal en que la vida transcurre, como la posibilidad de una fugaz libertad que instiga a que el placer y el dolor intercambien sus réplicas. Para quienes amamos la vida, pese al horripilante panorama de devaneos y locuras que, desde tiempos inmemoriales manosean y destruyen los ramalazos de arcaicas virtudes, las palabras de Cioran son dinamita.
Creyentes o no, son legítimas las reacciones opuestas que la lectura de Cioran suscita. A mí me parece que este pensador a contracorriente (¿y qué pensador no lo es?) de la desprestigiada “normalidad”, arremete contra un mundo dominado por el hombre convertido en “cáncer de la Tierra”. En el mejor de los mundos posibles, Cioran no existiría, pero en el que transitamos su voz suena como la de un niño al que le han arrebatado un juguete; un niño genial cuya ternura ha sido sacrificada por dioses somáticamente patibularios.
Si considero con atención sus tajantes aserciones como el delirio paranoico de un ser humano superado, sin salida, por la mínima presión de la praxis existencial, caería en el error común de aquéllos en los que pensamientos y sentimientos dan cabida a las adocenadas interpretaciones convencionales. No es cuestión de chapotear durante toda una vida en las tibias lagunas de hedonismo e ignorancia. La entereza de Cioran, al desgarrar un velo ominoso, permite situarnos en las antípodas de un pensamiento barato. Hay un eco en su obra. La negación de toda creencia semeja una desilusión.
Cualquier sujeto munido de esa carga nefasta que consiste en prejuicios pasados por agua, engordados, entre otras cosas, por el sometimiento cotidiano al hastío de la TV, se tapará con ellos ojos y oídos, mientras el malestar que le producen palabras nuevas de quien lo supera, le impedirá conciliar su vida con visiones diferentes y cultivará una suerte de resentimiento que, por acumulación, puede llegar a convertirse en odio y retraimiento ante lo que no comprende. Quizás por esto me siento atraído por la sencilla y profunda existencia del hombre no sometido a la necesidad de mentir y traicionarse a cada paso. Y si tal atracción suena a sentimentalismo, me importa un pepino. La verdad es que, en los tiempos que corren, la sinceridad está de capa caía. Basta con escuchar, por ejemplo, a políticos, a conductores mediáticos y a la sarta de víctimas del éxito y el chisme, para tener una clara idea de la estupidez universal en la que estamos sumergidos. Por eso siempre he admirado al ser humano que, incansablemente, busca lo genuino, tal vez por contraste con mis desfallecimientos e ingenuidades.
Emil M. Cioran nació en Rumania hacia 1911 y falleció en París en 1995. Esta nota que escribo, posiblemente plagada de ingredientes refractarios, se somete a la autoridad de grandes escritores (Saint-John Perse, Samuel Beckett, Henry Michaux, Octavio Paz, etcétera) quienes, como se ha dicho, han rendido tributo a este escritor fuera de serie que, pese a su concepción del universo humano, no se suicidó.