Rogelio Alaniz Alguna vez Juan Carlos Portantiero dijo que lo que hacía falta en la Argentina era un gran consenso reformista, una voluntad política amplia, previsora y consciente de promover reformas sociales, políticas y económicas. Portantiero también Aricó- insistía en ese tema y, de alguna manera, lo consideraba la asignatura pendiente, la experiencia política frustrada cuya ausencia explicaba nuestras dificultades o nuestro fracaso como nación. En efecto, repasando la historia del siglo veinte, es posible advertir que en la Argentina se realizaron experimentos de signo conservador, liberal, autoritario o populista, pero el que menos se exploró fue el reformista, algo curioso porque por sus modalidades culturales la Argentina pudo ser un país donde este tipo de propuesta contara con mayor aceptación. El reformismo que me interesa destacar es el que le permitió a Europa lograr entre 1945 y 1975 los niveles más altos de libertad política y justicia social conocidos. Es el que en los Estados Unidos llevó adelante en las circunstancias más difíciles de su historia Franklin Delano Roosevelt. El mismo que en Uruguay logró la legislación social más avanzada de América latina sin sacrificar libertades y sin ceder al becerro de oro de la demagogia y el autoritarismo. Es la estrategia que permitió que España transitara de la dictadura a una democracia avanzada sin guerra civil, sin muertos, sin atropellos judiciales y sin inspirar miedo. Este reformismo se nutre de las experiencias más avanzadas de la humanidad. Su referencia ideológica más inmediata es la socialdemocracia, pero sus realizaciones prácticas incluyen los aportes de un liberalismo leal a sus tradiciones, un humanismo religioso capaz de instalar al hombre en el centro de sus reflexiones sin renunciar a sus objetivos trascendentes y una tradición conservadora capaz de reconcoer que el enemigo de la libertad no es la justicia sino el despotismo. Una estrategia reformista es algo más que un conjunto de buenas intenciones incapaces de insertarse en la historia. El reformismo al que me refiero debe ser práctico y le propone a la sociedad metas realizables, advirtiendo de antemano que el Paraíso en la tierra no existe y que toda solución política es siempre perfectible y está siempre contaminada por los vicios, intereses y pasiones de los hombres. Su punto de partida consiste en compatibilizar la libertad con la justicia, la autonomía individual con la igualdad de oportunidades. En el mundo que vivimos esto quiere decir un Estado de derecho, un orden republicano, un sistema de control de poderes y las más amplias garantías civiles y políticas a los ciudadanos educados en el ejercicio de los derechos, pero también en el cumplimiento de los deberes. Reformismo también quiere decir políticas sociales que atiendan las necesidades de los más postergados, pero que las atiendan para que dejen de ser postergados y no para que continúen esclavos o sometidos a la voluntad del puntero o el caudillo. Un reformismo que merezca ese nombre posee conciencia histórica. Y así como es bueno advertirles a los adolescentes que la película no empezó cuando ellos entraron a la sala, es bueno que los políticos rechacen como la peste la idea de que el mundo inicia su redención con su llegada. El reformismo es realista, pero ese realismo consiste en admitir el peso de la historia sin resignarse a que allí reside la única verdad. La otra lección a aprender, es que no hay reformas en el aire, sino que ellas nacen en el interior de una sociedad y de un sistema. Dicho con otras palabras: no hay reformismo fuera o en contra del sistema y de su trama real y consistente de intereses. Una política reformista es democrática, porque cree en la soberanía popular, pero no cede a la demagogia; es republicana porque supone que al poder hay que ponerle límites para cerrarle las puertas a la tentación del despotismo en cualquiera de sus variantes. A diferencia de los totalitarismos que imponen su voluntad a cualquier precio, el reformismo se propone instalar reglas de juego válidas para todos. Un reformista es, por lo tanto, un creador de reglas de juego. Ahora bien, para que las reglas de juego sean válidas son necesarioos el consenso y la legitimidad, una legitimidad que se conquista con construcciones institucionales, pero también con un gran ascendiente moral y un consenso que se gana persuadiendo y no imponiendo. ¿Es dificil hacerlo? Claro que lo es, pero vale la pena intentarlo, sobre todo cuando los otros experimentos producen mucho más costos sociales y y materiales. ¿O alguien cree que la facciosidad permanente que promueve la señora sale gratis?. Imagino las críticas: ¡Niega el conflicto! Para nada, pero el desafío de la política es resolver los conflictos sin sacrificar las libertades, y no atizarlo para acumular poder y finalmente ilegalizarlo o amordazarlo. Por último, no hay que olvidar que el reformismo es una estrategia política, una estrategia de poder, pero es también un programa ético, ya que no hay manera de convencer a la sociedad de que participe en los grandes emprendimientos si no cree en sus dirigentes, si no cree en la decencia y la lucidez de quienes la gobiernan. El reformismo es un espacio cultural diferenciado de un liberalismo economicista y sometido a las leyes del mercado y de un populismo demagógico, irresponsable y autoritario. En la Argentina, la crisis de 2000 puso en evidencia los límites de esa coartada a la corrupción y la insensibilidad que fue el neoliberalismo en su versión peronista. Es probable que ahora estemos asistiendo a la agonía del realto nac&pop, momento que prepara la antesala de la catástrofe, que desperdicia oportunidades históricas y que ve en los pobres no una exigencia ética y un desafío práctico hacia la justicia sino una masa indiferenciada, cuyo exclusivo rasgo humano es el voto cautivo. Las diferencias entre el reformismo progresista y el populismo son, además, evidentes. Uno es democrático, el otro es autoritario; uno es republicano, el otro es cesarista; uno se afirma en la libertad del individuo, el otro se apoya en la masa; uno tributa en las tradiciones liberales, socialistas y humanistas, el otro se inspira en el romanticismo alemán y el decisionismo fascista. Las diferencias generales se traducen en diferencias prácticas, pero en este punto es necesario advertir sobre las sutilezas de las palabras y el valor de los matices, como le gustaba decir a Henry James. Una reforma importante en la Argentina es la democratización de la información y una ley de medios debería ser un instrumento adecuado para promover ese cambio. En este punto pareciera que todos estamos de acuerdo. ¿Pero es así? ¿cuándo hablamos de libertad de expresión, queremos decir lo mismo? Yo creo que no. Si libertad de expresión incluye el derecho a decirle al poder lo que no quiere escuchar, está claro que la libertad de expresión que la señora defiende no es la misma que defiendo yo. ¿Y los monopolios? Lo lamento, tampoco estamos de acuerdo. Un reformismo consistente en materia de libertad de prensa lucharía contra los monopolios, pero contra todos los monopolios y no contra el que molesta al poder, mientras se favorece al que halaga. Claro que hay que reformar la justicia, pero no para disponer de jueces vasallos y hacer del Poder Judicial una oficina del Ejecutivo. A mí me llama la atención que los que ahora se fastidian porque los jueces se eternizan en sus cargos, sean los mismos que no vacilan en proclamar la consigna “Cristina eterna”. Pues bien, yo pienso exactamente al revés: creo que la presidente debe terminar su mandato y volver a su casa, mientras que un juez debe quedarse porque la Justicia no puede estar sometida a los vaivenes de la lucha política diaria. En cualquiera de estos temas, el reformismo se esfuerza por ampliar el consenso, mientras que el populismo se dedica a inventar enemigos. Un político reformista respeta la voluntad popular, pero nunca renuncia a sus objetivos docentes, es decir a educar al soberano sin atizar sus pasiones innobles y rehuyendo al oportunismo. ¿Ejemplos? El día que los jueces de Tucumán absolvieron a los acusados por el secuestro de Marita Verón, la presidente habrá dicho que ese fallo venía “como anillo al dedo”. Y dicho y hecho. La señora que en “el jardín de la república” cuenta con un gobernador adicto que se ha distinguido por designar a los jueces a dedo y ha liquidado los controles institucionales, no vaciló en ponerse a la cabeza de la “lucha popular” contra los jueces. Eso se llama oportunismo de la más baja estofa. Oportunismo e irresponsabilidad Cada vez que vivo estas situaciones y en la Argentina suelen ser habituales- recuerdo aquella frase de Orson Welles cuando en una entrevista con André Bazin, le dijo: “Si decidimos por nosotros mismos que alguien es culpable, bueno o malo, esa es la ley de la jungla, una puerta abierta a los gángsters que se pasean por las calles”. Esa es otra diferencia: el reformismo se apoya en la gente decente, el populismo se siente cómodo abriéndole la puerta a los gángsters.










