Rogelio Alaniz
Se lo conoce como “el segundo cordobazo” o el “viborazo” en alusión a las palabras que el gobernador de entonces, Camilo José Uriburu, un troglodita que dos días después de asumir el gobierno se le ocurrió decir en un discurso en la ciudad de Leones que “en Córdoba anida una venenosa serpiente cuya cabeza pido a Dios me depare el honor histórico de cortar de un solo tajo”.
Fueron sus últimas palabras, o sus penúltimas. Diez días después renunciaba dejando tras de sí una ciudad asediada por las barricadas y las manifestaciones callejeras, con estudiantes y obreros en las calles agitando burlones viboritas de material plástico, mientras que el diario La Voz del Interior se hacía un festín caricaturizando al personaje vestido de caballero medioeval y devorado por una gigantesca víbora.
Repasemos. Uriburu fue designado gobernador por el presidente de facto Roberto Marcelo Levingston. Se trataba de un heredero del siniestro personaje autor del golpe de Estado de 1930. Como él, era un reaccionario en toda la línea, un personaje salido de las tinieblas a las cuales regresó después de dos semanas de experiencia en la vida pública. El personaje se propuso inspirar miedo y respeto e inspiró risa y lástima; se creyó un caballero del rey Arturo y no fue más que un payaso, un lastimoso bufón.
A decir verdad, a este señor no le tocó gobernar en tiempos de paz. La llamada revolución argentina ya estaba acorralada por las movilizaciones populares y la provincia de Córdoba era el centro de la rebeldía social y el clasismo sindical. El general Juan Carlos Onganía había renunciado en junio de 1970 como consecuencia de la oscura muerte de Aramburu, pero políticamente la herida de muerte se la produjo el primer “cordobazo”, las jornadas de junio de 1969. El general, a quien algunos de sus epígonos calificó como un nuevo Charles De Gaulle, retornó al llano sin pena ni gloria dejando a sus espaldas un país desquiciado por las luchas sociales, la radicalización ideológica y la violencia política.
Su sucesor fue el general Levingston. Nadie sabía de quien se trataba; se desconocían sus antecedentes y los rasgos de su rostro. Un periodista porteño preguntó si el apellido se escribía con b larga o v corta; otro preguntó si era general, almirante o brigadier. Ridículo o no, lo cierto es que pertenece al universo de los grandes enigmas por qué los cráneos de la Revolución Argentina eligieron a un personaje anónimo e irrelevante como Levingston para que presidiera los destinos de la Nación.
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