Néstor Vittori [email protected]
Por Néstor Vittori. Cuando se habla de “tolerancia cero” en el accionar antidelictivo, mucha gente lo asocia con mano dura, policía brava, gatillo fácil y, por supuesto, violación y falta de respeto a los derechos humanos.
Néstor Vittori [email protected]
Cuando se habla de “tolerancia cero” en el accionar antidelictivo, mucha gente lo asocia con mano dura, policía brava, gatillo fácil y, por supuesto, violación y falta de respeto a los derechos humanos. La demonización del concepto, en realidad, tiene como actores principales a grupos ideologizados que consideran que los delincuentes son víctimas de una sociedad que no los incluye y por eso delinquen. En consecuencia, la delincuencia resulta legitimada por la insensibilidad de sus víctimas (Zaffaroni dixit). Detrás de esta concepción se alinea el garantismo irresponsable, cuya conducta -en el rol jurisdiccional- tiene cotidianas expresiones. Basta mencionar lo acontecido días pasados, cuando un delincuente que estaba robando fue sorprendido por la policía con las manos en la masa, y la fiscal, en vez de acusarlo, promovió su liberación, para que al día siguiente el mismo delincuente se apersonara en el comercio de la víctima, exigiendo una indemnización por los “malos momentos vividos al ser aprehendido por la policía”. Por si fuera poco, días después fue aprehendido en la ciudad de Rafaela luego de cometer un nuevo robo. Éste es el típico ejemplo de la denominada “puerta giratoria”, metáfora que refleja el tratamiento que reciben los delincuentes por parte de fiscales y jueces cuando son apresados, funcionarios que suelen buscar la excusa para liberarlos en lugar de profundizar los recaudos legales para retenerlos. Hay numerosos casos en donde fiscales y jueces parecen más abogados defensores, que acusadores y juzgadores. De más está decir que estas situaciones desmoralizan a la sociedad -y a las fuerzas policiciales-, que en no pocos casos, para detener a un delincuente, arriesgan su vida. El concepto de “tolerancia cero” alcanzó notoriedad como política de seguridad del ex alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani. Se recuerda que en esa ciudad grande y conflictiva, esta concepción de lucha contra el delito fue aplicada sucesivamente por los jefes de Policía Bill Bratton (1994-96) y luego Howard Safir (1996-2000), acción fundada en una interpretación de la “teoría de las ventanas rotas”, elaborada por los profesores Wilson y Kelling de la Universidad de Harvard. La teoría surgió de observaciones y experiencias que tuvieron como punto de partida un proyecto puesto en marcha en 28 ciudades del Estado de Nueva Jersey, denominado “programa de barrios seguros” y que tuvo como especial punto de experimentación un barrio de la ciudad de Newark. Dicho Estado financió los mayores costos de la experiencia, cuya conclusión fue el ordenamiento del vecindario y la mayor sensación de seguridad de los vecinos. Con la experiencia piloto de la policía de cercanía, que en Santa Fe se puso en marcha en el barrio de Barranquitas, dio comienzo un camino similar, decisión que sin duda es un paso adelante para la seguridad de un vecindario en ascuas por robos y asesinatos. Pero la “tolerancia cero” puesta en práctica en Nueva York, partió de la idea, de que si no se castigan los pequeños delitos, y se consolida el sentimiento de impunidad por abandono del ejercicio de la autoridad, y la desidia de los vecinos, los delitos mayores -como el robo y el asesinato- llegarán más temprano que tarde. Por eso, la idea de Giuliani fue detener aunque fuera por horas a los delincuentes de pequeños delitos o transgresiones, ya se tratara de grafittis en los vagones del subte o vidrios de ventanas rotas en edificios presuntamente abandonados. Pensar que con esto se combatió al delito, es una simplificación inocente. En realidad, hubo un cambio en los paradigmas policiales, que evolucionaron de la persecución del delito individual hacia la consideración de estos ilícitos como emergentes de organizaciones delictivas, sobre todo a partir de la generalización de drogas como el “crac”‘, de bajo costo, que captaron a sectores muy importantes de la población, principalmente a los jóvenes. La policía fue reorganizada y dirigida para combatir esa delincuencia organizada, enfrentándola en todos los escenarios, con un presupuesto de recursos económicos y humanos adecuados a lo que se tenía enfrente. Explicar las pautas de esa organización, excede las posibilidades de esta nota, pero cabe consignar algunos de sus resultados. En 1990, Nueva York con una población de 7.5 millones tuvo más de 2.200 homicidios, 100.000 asaltos, 120.000 robos domiciliarios y 147.000 robos de autos. En 1996 hubo 633 homicidios, 46.000 robos domiciliarios, 39.000 asaltos y 44.000 robos de vehículos. Obviamente, la actividad represiva no soluciona totalmente el problema de la inseguridad, que se nutre con las víctimas de la exclusión social, gran asignatura pendiente del capitalismo, pero sin duda disminuye la acción delictiva. Pero luchar por la inclusión social, que es una obligación de toda la sociedad y en mayor medida de los gobiernos, no implica abandonar la batalla contra la inseguridad, en especial porque los grandes protagonistas de la delincuencia actual son jóvenes captados por las adicciones y el narcotráfico, fenómenos que florecen en la impunidad.