Camino por el sinuoso sendero. Es muy temprano y tengo heladas las puntas de los dedos. La arboleda no deja filtrar aun la tibieza de la mañana pero unos pequeños pájaros pardos se atreven a revolotear entre las ramas jugando con la niebla tenue que comienza a disiparse. Algunas lengas se arquean elegantes entre los ñires que parecen soportar en sus viejos troncos el peso de los siglos. Esporádicamente unas mutisias florecen enredadas entre los arbustos matizando el verde de colores. A veces la huella se pierde pero no me desanimo. Observo con paciencia hasta encontrar un indicio que descubra el rastro, mientras varias liebres corretean en los pastizales tratando de esconderse de mí. Sonrío, aunque me pesa un poco la mochila. Llevo agua, frutas y un abrigo extra por si la excursión se demora más de lo previsto.
Visitar sitios tan bellos y escasamente conocidos es una tentación y un desafío. A medida que pasan las horas y voy ascendiendo, el terreno se va tornando más agreste, y la vegetación menos espesa, conformando un monte bajo con algún pehuen milenario vigilando mi andar por las laderas del volcán. El sol brilla con vigorosa plenitud, y el esfuerzo de transitar entre peñascos sumado al calor del mediodía me obliga a quitarme la campera y a descansar para reponer energías. Un águila morada vuela en el horizonte y el presagio dulce de un milagro conmueve mi espíritu. No debo retrasarme. Aun resta parte del trayecto y la noche puede ser peligrosa en lugares inhóspitos como este. Sigo subiendo por la pendiente con dificultad. Por momentos la cuesta se hace muy empinada y el suelo desnudo, ahora despojado de flora, se vuelve traicionero. La tez me arde y tengo las manos transpiradas y sucias. Levanto la mirada y percibo con alivio que ya falta poco para la cima.
Un súbito mareo me recuerda que estoy en las alturas y hay riesgo. Respiro profundo y tomo impulso para continuar escalando un poco más. Estoy agotada, pero llego a la cumbre, y una exultante emoción escandaliza mis sentidos. La visión impresionante del paisaje que se despliega sin timidez, genera un espiral de euforia en mi interior. Siento un nudo en la garganta y casi sin querer, grito tu nombre a la rosa de los vientos deseando que mi voz te despierte del olvido. Admiro atónita la belleza que me rodea. En esta inmensidad colmada de tonalidades, pueblos antiguos venían a dejar sus ofrendas a los dioses. Era un sitio bendito. Sólo trepaban hasta el cráter los elegidos, los rapsodas, a regar con sus cantos sagrados la simiente de la naturaleza, que fluía por todo el valle. No siempre volvían. Saludo reverente a la esencia que secretamente mana del escorial con unos versos esperanzados.
Promedia la tarde, desciendo al lago traslucido que duerme en el ojo del volcán para comer y renovar bríos para el regreso. La combinación de los grises pétreos y la claridad esmeralda del agua me hacen estremecer, pero no puedo detenerme porque le queda poca luz a esta jornada y estoy a muchos kilómetros de la civilización. Empiezo a bajar. El vértigo me hace temblar. Mi corazón se contrae exaltado y temeroso. Intento que mis pisadas sean lentas y firmes pero el declive es muy abrupto. Mantener el equilibrio es francamente una proeza. Siento que resbalo. Trato de sujetarme de las piedras pero no lo consigo. Mi cuerpo comienza a caer. Desesperada, busco frenar pero es inútil. Voy rodando por el talud, sin lograr evitar los golpes bruscos. De repente una roca me detiene. Estoy aturdida y herida. Quedo exánime, conciente de que estoy en una situación complicada. Un dolor agudo me inmoviliza.
Me apoyo con cuidado hasta conseguir sentarme. Sensaciones punzantes agobian mis piernas y tengo una laceración profunda en el brazo que no cesa de sangrar. La mochila continúa sujeta a mi espalda. Desprendo las tiras y busco en ella el pequeño botiquín para limpiar la lesión y un frasco de bálsamo natural. Atardece… y tengo ganas de llorar. Procuro estar calmada pero el ruido de una ramita que se quiebra, apenas perceptible, llama mi atención. Entonces lo veo, enorme y amenazador. Un puma tiene la vista fija en mí. Contengo la respiración. Pensamientos aterradores ronronean en mi cabeza magullada. El animal se acomoda al costado de un espino sin dejar de acecharme. El pavor de la muerte me zumba en los oídos. La oscuridad comienza a apropiarse del espacio y los contornos se van esfumando.
Mi mente recorre lugares y personas, ciudades que se tragan a la gente con la prisa y la turbación cotidianas donde todo se olvida, incluso lo que de verdad se quiere. Infinitas estrellas acompañan mi destino. Distingo el fulgor de unos ojos de gato llenos de voraz deseo. Hace frío y el cansancio abraza mis débiles huesos. Mojo mi piel con aceite de hierbas y flores para que mi alma se encienda como una lámpara y el perfume de mi amor llegue lejos… toque el cielo y tal vez tu corazón…cierro los ojos y me pongo a rezar. Voy desapareciendo en una nebulosa como las gotas de rocío que se pierden entre las hojas. Todo es penumbra y silencio. Un presagio o quizás un gruñido me sobresalta. Mis pupilas se dilatan de pánico. Tengo la cara magnifica y feroz del puma frente a mi, catando mi miedo… Y se relame.