Rogelio Alaniz
Se murió monseñor Laguna. Una lástima. No soy creyente y no me consuelo con la vida más allá. Por lo tanto toda muerte para mí es una pérdida, sobre todo cuando el muerto es una persona lúcida y sensible. Sería una exageración decir que fui su amigo. No sé si él se acordaría de mí, pero yo siempre lo tuve presente. Conversé con él dos o tres veces. Era una delicia escucharlo hablar. Dije que era lúcido y sensible, pero destaco lo que para mí fue uno de sus rasgos más virtuosos: su humor, su exquisito sentido del humor. Una virtud que no es tan sencilla de desarrollar como puede parecer a primera vista. Tampoco es un atributo exclusivo de la frivolidad o la ligereza. Por el contrario, sostengo que se necesita mucha inteligencia para practicar un humor que merezca ese nombre. Esa inteligencia monseñor Laguna la poseía.
Siempre he respetado la cultura de los sacerdotes. No de todos, por supuesto, sino de los que me interesan. Laguna era uno de ellos. Con él se podía hablar de teatro, de literatura, de política. Una vez me dijo que durante años iba por lo menos dos veces por semana al cine y que le encantaban los café-concert y los conciertos. Era un tipo abierto a las ideas, a las diferencias, pero al mismo tiempo defendía sus opiniones con talento y versatilidad. Cuando los temas se ponían peliagudos apelaba al humor, a la ironía y entonces era brillante y divertido. A veces se enojaba. Los que lo conocieron más aseguran que en los últimos años lo hacía con más frecuencia. De todos modos, nunca se sabía muy bien cuándo estaba enojado y cuándo se estaba divirtiendo.
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