Nicolás Loyarte
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Era principio de los ‘90. Durante largas noches nos pasábamos los libros de mano en mano, como la cerveza, con el sonido del “Flaco” Spinetta de fondo. Aquellos libros ya ajados circulaban por nuestras casas de solteros durante meses y eran tema de charlas y discusiones. Eramos los “hijos de la lágrima”, del rock nacional, y aunque santafesinos, nos permitíamos que Laura Ramos nos revele: “Buenos Aires me mata”, y la seguíamos en las páginas del suple “Sí” (también leíamos el “No” de Página y en El Litoral nacía O sea).
Roberto Pettinato, que ya no tocaba el saxo en Sumo nos explicaba “Cómo abandonar la tierra”, al tiempo que Charles Bukowski pintaba las miserias de la sociedad estadounidense en su “Hollywood”, y se confesaba en “La senda del perdedor”, mientras sonaba su “Música de cañerías”, entre las “Mujeres” del “Factotum”.
Al “Flaco Spi” -como le decíamos- no sólo lo escuchábamos. También había llegado a nuestras manos “Guitarra negra”, su poderoso poemario que tenía la tapa “al revés”, porque en aquellos días alzábamos como bandera de nuestra rebeldía la frase en la que Luca nos decía “yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos”.
Un poco “más arriba” leíamos los “Trópicos” de Henry Miller porque “Fito” nos anoticiaba que el tipo había sido echado por Fabi Cantilo en “Tercer mundo”, nos identificábamos con los cronopios del “Gran Cronopio”. Y un poco “más abajo” había llegado a nuestras manos “La curva de la risa”, de un “chabón” que pintaba las locuras de los viajes de 5to. a Bariloche.
Había de todo. Lo bueno, lo malo, lo barato y lo exquisito. Y entre todo ello circulaba “El día que John Lennon vino a la Argentina”. La contraseña era no decirle al otro que era una novela, que era la imaginación de Juan Alberto Badía, nuestro Badía, el que sábado a sábado nos permitía ver recitales de Charly, del Flaco, de Fito, y de otros Maradonas.






