En estos días he escuchado reiteradamente, sobre todo en los medios de comunicación, la palabra “transgresor”. Andrés Cascioli lo era, y resulta curioso que lo haya logrado sin mostrar alguna parte pudenda de su cuerpo o sin estar ligado a un escandalete mediático, hecho que en la Argentina la mayoría consume con fruición y sin cubiertos.
Es difícil ser objetivo cuando se habla de un referente querido y respetado, pero de más está decir que no lo voy a catalogar de “genio” como se hace con nuestros “muertos Fernández más recientes”, como diría Zitarrosa. Sí, en cambio, quiero decir que este tano, gran dibujante primero y mejor editor después, fue capaz de concebir un fenómeno de lectura masiva como lo fue -si me permiten, con mayúsculas- la Revista Humor Registrado, donde podía aglutinar a Marcos Aguinis y José Pablo Feinmann, por ejemplo. Los embriones fueron las revistas Satiricón y Chaupinela, ambas nacidas durante un gobierno de facto.
Andrés tuvo cabeza y corazón para fundar y dirigir la editorial De la Urraca, que produjo numerosas publicaciones de calidad: Péndulo, El periodista, Sex Humor, Humi y Proa. Así también tuvo cojones para, en los años ’70, enfrentar a la dictadura a través de sus caricaturas políticas, algo que pocos hicieron.
Algunos jefes de redacción de este diario, en sus años mozos, fueron lectores de Humor y Fierro, los productos más emblemáticos de la mencionada editorial De la Urraca. ¿Reían, puteaban, pensaban y se identificaban a través de esas revistas? No lo sé, yo era muy chico para averiguarlo, pero intuyo que las disfrutaban. Los que tenemos 30 y pico conocimos la Humor robándosela a nuestros viejos, allá por el ’85 u ’86, pero la entendimos muchos años después, en esos canjes de revistas donde siempre hay un pedazo de historia argentina a buen precio. Era interesante leer a Abrebaya analizando la realidad, las notas de investigación de Enrique Vázquez, los reportajes de Mona Moncalvillo, las críticas sobre artes plásticas y teatrales de Raúl Vera Ocampo y Huguito Paredero respectivamente, o las crónicas del Negro Dolina (devenidas en un libro editado por, cuándo no, De La Urraca).
Cascioli soportó, estoicamente, numerosos juicios de funcionarios y periodistas menemistas en los ’90, que, vaya paradoja, hoy están presos o con causas judiciales pendientes. La gente empezó a leer Caras en lugar de cerebros, y él lo aceptó a disgusto. Es vital mencionar que su rol más importante, además de caricaturista, fue el de editor, publicando todo contenido políticamente incorrecto -y por eso, tal vez, más interesante-, que era impensado llegar a encontrar en revistas como Gente y Somos.
Cuando lo entrevisté hace unos años en Capital Federal, me quedó una frase suya, sencilla pero certera: “El humor tiene que señalar lo que está mal hecho y reírse de lo que está muy mal hecho”. Algo que no hacen los programas que hoy caricaturizan a los políticos. Me gustaría que las generaciones de los ’90 para acá, y también las que vengan, puedan conocer un tipo así: íntegro, sin marcas, sin la necesidad de tasación de compra-venta que hay en ciertos medios de comunicación.
Me queda una colección de sus revistas, un libro firmado por él y la sensación, inevitable, de que la gente creíble, querible e intelectualmente honesta se va antes de tiempo.




