El 6 de febrero de 1945, en un pequeño poblado de la isla centro americana, nació el músico que tomó el reggae, un ritmo popular de su tierra, y lo convirtió en patrimonio universal. Creció en una casa sin electricidad, sin padre y rechazado por parte de su familia por el color de su piel. La conmovedora historia de hombre que murió de cáncer a los 36 años mientras peregrinaba por México y Alemania en busca de tratamientos “milagrosos”
Marley es el mayor mito cultural, social y político de Jamaica. Una pequeña isla caribeña a la que además suele asociarse con playas paradisíacas, pobreza estructural, la velocidad de sus atletas (Usain Bolt, tricampeón olímpico y recordman mundial de los 100 metros llanos, el más notorio), el consumo “espiritual” de la marihuana y relacionado a ella, la práctica de la religión rastafari que aboga por el regreso de las tribus negras de todo el mundo a su madre tierra, África.
Las canciones de Marley -entre las más escuchadas del mundo junto con las de los Beatles y los grandes éxitos de la bossa nova- hablan de pobreza, justicia, opresión pero además claman por dignidad y alimentan la esperanza. Hay algo ahí, en cada una de ellas, que hacen que cada oyente -sea dónde sea y en el tiempo en que suceda- se sienta valioso y único.
Marley es un artista especial, además de ser la primera estrella de rock global que nació en el Tercer Mundo. Alguien que habla por la gente. Su música de raíz religiosa pero curiosamente asociada con la “diversión” nunca deja asomar un gesto comercial aunque haya vendido (y se sigan vendiendo) millones de copias de cada uno de sus discos a través de una compañía discográfica multinacional, reediciones de sus grandes discos y nuevas “grabaciones encontradas” aparezcan cíclicamente hasta aburrir, y la disputa por su herencia siga ocupando a un montón de abogados de sus deudos (un batallón de 9 esposas-parejas-amantes y 12 hijos e hijas reconocidos).
Ninguna estrella de la música occidental ocupó un lugar cultural y social más poderoso en el escenario mundial.
En poco menos de una década, accedió al Olimpo de la industria del entretenimiento musical global, publicó 10 álbumes -dos de ellos en vivo, Live! y Babylon by bus, en dónde algo de la energía natural que desparramaba se puede llegar a percibir- y pasó a formar parte de la aristocracia rockera del momento. Incluso fue reivindicado por buena parte de los líderes de la revolución punk que puso patas para arriba al rock en 1976-1977, porque consideraban al reggae “música auténtica” a diferencia del boato que rodeaba a grupos como Génesis, Yes y Pink Floyd. Sin embargo, el mito cobró sus actuales dimensiones gigantescas después de su muerte por cáncer a los 36 años, en 1981 en Miami. Un doloroso final al que arribó luego de peregrinar por clínicas y tratamientos supuestamente milagrosos en México y Münich.
La cifra estimativa más aproximada a la realidad indica que hasta hoy, se vendieron en total unos 250 millones de copias de sus discos. Sin contar claro, las millones de copias ilegales en un tiempo en casette, luego en cds y ahora a través de archivos digitales.
Especialmente el favorito de todos los tiempos entre sus discos es Legend, una recopilación de himnos entre los cuales están por supuesto Is this love, No woman no cry, Three little birds, I shot the sheriff y Get up stand up entre otros, que se mantuvo 500 semanas -más de 10 años- entre los 200 discos más vendidos según la revista estadounidense Billboard, y más de 800 semanas -más de 15 años- en el top 100 del ranking de los discos más vendidos en el Reino Unido. Cifras, récords que nunca alcanzarán para medir y mucho menos explicar, el impacto emocional de las canciones de este hombre que hoy cumpliría 75 años.