Javier Sierra y su "plan maestro" para descifrar los mensajes invisibles en los museos
El escritor español aborda, en su nueva novela, los secretos ocultos tras las obras de arte. La lectura de su texto, cambia la mirada sobre los museos del mundo.
Javier Sierra habla de las pinturas como umbrales. Foto: Gentileza Planeta
En 1990, Javier Sierra no había cumplido veinte años cuando un hombre se le acercó en el Museo del Prado. Le habló de una comunidad secreta que, desde hace siglos, protege ciertas obras de arte. Pinturas que -según él- son umbrales, puntos de contacto entre realidades.
El episodio quedó grabado. Fue el germen de "El maestro del Prado", publicado años después. Pero la historia no terminó ahí. En "El plan maestro", su nueva novela, Sierra retoma aquella pista y sube la apuesta: detrás del arte hay un plan. Una “arquitectura” trazada por maestros invisibles.
¿Quiénes son? ¿Dioses antiguos, espíritus, mitos? Lo que sugiere el libro es que su influencia fue real. Que dejaron marcas: en la agricultura, en la escritura, en el arte. Y que aún están presentes, aunque no los veamos.
En una entrevista con El Litoral, Sierra habla de su novela. Pero también de una obsesión que lo acompaña desde hace décadas. Y de una idea que lo atraviesa: que el arte no está para decorar el mundo, sino para explicarlo.
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El gigante del verano
-¿Qué momento personal o profesional concreto despertó en usted esa obsesión por preservar la memoria frente a las “mentiras inculcadas” y le llevó a investigar la manipulación del recuerdo?
-El asunto de las falsas memorias siempre me ha resultado interesante. Es todo un tema para especialistas de la salud mental pero que ha afectado a asuntos tan dispares como las denuncias de abusos sexuales en la infancia o hasta los recuerdos de supuestas abducciones extraterrestres.
Hace un par de años me hice la pregunta de si yo albergaría alguna de esas falsas memorias y recordé un episodio que viví con diez u once años, en compañía de unos amigos, cuando todos vimos una especie de “gigante” sobre un cerro, en una remota tarde de verano.
Aquella visión nos impactó tanto que evitamos durante décadas hablar de ella. Y ahora me pregunto si fue real o no. De hecho, su historia la cuento en “El plan maestro” como parte de esa reflexión sobre el valor de la memoria.
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Un guía inesperado
-Luis Fovel, el misterioso maestro del Prado, actúa como guía espiritual y pedagógico. ¿Está inspirado en alguna figura real, o representa una construcción simbólica de la sabiduría?
-En esto también interviene la memoria, pero es más reciente y vívida que la del “gigante”. En 1990, con diecinueve años, fui abordado en el Museo del Prado por un anciano que se empeñó en explicarme cómo debía “leer” -dijo leer- el arte. Me dejó tan perplejo que volví muchas veces al lugar en busca de nuevas lecciones, pero él nunca regresó.
Casi un cuarto de siglo después convertí a aquel anciano en personaje de “El maestro del Prado “ (2013), sin darme cuenta de que estaba evocando un arquetipo mitológico: el de los “dioses maestros” que se acercan a un colectivo o un pueblo, para transmitirles su saber. De algún modo, mi “maestro del Prado” era pariente de Quetzalcóatl, de Viracocha o del Oannes babilónico. Y ahí nació la idea de “El plan maestro”.
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Superar la trampa
-El libro reflexiona mucho sobre la memoria, incluso en su carácter frágil o manipulable. ¿Cómo convive esa idea con su trabajo como novelista, dónde memoria e imaginación muchas veces se entrelazan?
-Mi novela empieza con un axioma. “La memoria es una maldita trampa”, escribí. Y el propósito íntimo de la historia que cuento es explorar esa trampa y vencerla.
Para eso he mezclado recuerdos como mi tropiezo con aquel “gigante” o con el viejito del Prado, con consideraciones académicas y artísticas sobre la pintura. El resultado es muy evocador y he aprendido mucho en el camino.
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Entretener y enseñar
-¿Por qué eligió mezclar elementos de novela de aventuras, crónica personal, investigación histórica y espiritualidad esotérica? ¿Qué aporta esta hibridez al lector contemporáneo?
-Creo que el mestizaje, en cualquier ámbito, aporta siempre criaturas hermosas. Y eso puede decirse de esta mezcla literaria: el resultado es una novela llena de asombros, de evocaciones y descubrimientos que, si hubiera sido más timorato o conservador, no se hubieran dado jamás.
“El plan maestro” es una novela que sabe a nueva, que no se parece a ninguna otra, y que entretiene a la par que enseña. Al menos, eso he intentado.
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Educar de otra manera
-Uno de los grandes temas del libro es la educación no tradicional: un saber oculto que se transmite a través de encuentros iniciáticos. ¿Qué crítica implícita está haciendo al sistema educativo actual?
-¡No es implícita! En realidad estoy llamando la atención sobre la necesidad de una educación más deductiva, donde se invite al alumno a descubrir y no solo a memorizar lo descubierto por otros.
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Mutar con el conocimiento
-El personaje del padre Durand, un sacerdote con inquietudes audiovisuales y teológicas, es fascinante. ¿Qué quiso explorar en la tensión entre fe institucional y búsqueda personal del misterio?
-Durand es mi personaje favorito. Roma le encarga investigar el mito de los antiguos “dioses instructores” y eso le lleva a enfrentarse con creencias que son ajenas a su propia fe.
A la vez, es un erudito en arte que ha descubierto trazas de esos dioses, de ese paganismo, en obras de arte tan cristianas como “El Jardín de las Delicias” de El Bosco.
Es un hombre que deberá encajar sus descubrimientos a medida que se producen, con la pesada certeza de que deberá rendir cuentas de ellos al Vaticano. Su camino en la novela es tremendo. Y, quizá, el más transformador de todos los habitantes de mi obra. Yo buscaba eso: un hombre al que muta el conocimiento.
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Una noche en el museo
-Entre las cientos de cartas de lectores que relataban apariciones similares a la suya, ¿hubo alguna experiencia que le impactara especialmente o cambiara su visión del fenómeno?
-Sí. Me escribió un señor que, siendo niño, se quedó una noche encerrado en el Museo del Prado. Se llama Luis Oliva y su madre era novia de uno de los vigilantes de la institución cuando tenía seis años.
Aquella noche se escondió detrás de la cortina de la sala de las “pinturas negras” de Goya y vio cómo una de ellas, el “Perro semihundido”, giró su cabecita en el lienzo y lo miró.
No sé si eso ocurrió o no de verdad, pero Luis -hoy un señor jubilado-, todavía lo cuenta con pavor. “Los cuadros están vivos”, me dijo cuando hablé al fin con él. Y su sinceridad me impactó.
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Acción y documentación
-¿Cómo fue el proceso de documentar y narrar temas tan antiguos como los apkallus sumerios, las cuevas paleolíticas o los amuletos mesopotámicos, sin perder el ritmo novelístico?
-Llevo ya algunos años escribiendo libros en los que la acción y la documentación conviven y potencian el relato. Empecé a hacerlo con “La dama azul” en 1998, y he seguido desde entonces con “La cena secreta”, “El ángel perdido” o “El fuego invisible”.
Es un estilo que tengo tan naturalizado que me resultó fluido recurrir a él una vez más. Quiero que mi lector aprenda mientras se entretiene, del mismo modo que yo lo hago durante el proceso de escritura.
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Libros sin palabras
-El libro plantea una paradoja: cuanto más nos alejamos de los museos como templos sagrados, más se nos escapan sus significados ocultos. ¿Debería cambiar nuestra forma de visitar museos?
-Sí. Yo propongo que dejemos de visitarlos como si fueran meras exposiciones de imágenes o reliquias, y que los contemplemos como si fueran bibliotecas. Cada cuadro de un museo es un libro sin palabras, que está esperando a que se las aportemos nosotros.
La magia
-Después de esta historia, que usted mismo define como su obra más osada, ¿cree haber descifrado finalmente el plan maestro? ¿O escribirlo fue parte de activarlo?
-El plan maestro nunca termina de descifrarse. Supongo que esa es parte de su magia.
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