La vuelta al mundo
La vuelta al mundo
Las elecciones en Venezuela
Chávez y la urna. El comandante bolivariano recibió el impacto de un resultado electoral que le fue favorable y adverso al mismo tiempo. Ganó en términos cuantitativos pero perdió en los distritos más importantes y poblados del país.
Foto: EFE
Rogelio Alaniz
El presidente Hugo Chávez anunció la victoria de su partido y convocó a la oposición a reconocerla con la misma lealtad -dijo- “con que yo reconozco mis derrotas”. Si este tono discursivo hubiera estado presente en la campaña electoral y hubiese sido el dominante en su gestión de poder que ya lleva cerca de diez años, la oposición no tendría ningún motivo para acusarlo de tirano, déspota o dictador. Lo que sucede es que en determinados escenarios, Chávez promueve un discurso abierto, amplio, democrático y en otros se manifiesta como un mandatario prepotente que amenaza a sus rivales incluso con la cárcel, los insulta en público y todo ello a través de la cadena de radio nacional de la que dispone como si fuera su propiedad privada.
¿Cuál es el verdadero Chávez?: ¿el mandatario que dice respetar las reglas de juego de la democracia o el que anuncia cárcel para los opositores?, ¿el que lisonjea a la Unión Europea o el que habla del socialismo del siglo XXI y manifiesta su admiración por los regímenes de Cuba, Irán y Corea del Norte?, ¿el que defiende un orden democrático o el que propagandiza los beneficios de la dictadura?, ¿el que está interesado por un modelo político colectivo o el que sólo se preocupa por construir un proyecto de poder personal?
No es sencillo responder a estos interrogantes desde la ecuanimidad. En principio, podría decirse que Chávez, como todo dirigente carismático, trata de incluir en su liderazgo todas estas contradicciones. Esto no quiere decir que su política sea neutral. Todo lo contrario, porque justamente lo que distingue al caudillo cesarista del político populista es ese afán por concentrar en su persona todas las contradicciones de la sociedad porque su supuesto don infalible de la conducción es el único que las podrá resolver.
Sin duda, Chávez es representativo en Venezuela y cuenta con la adhesión leal de amplios sectores populares. Desconocerlo sería necio y tonto. En diciembre del año pasado, perdió las elecciones en las que se jugaba su reelección indefinida, pero la perdió por un escaso margen de votos y el hecho mismo de que haya reconocido su derrota significa que en Venezuela no hay una dictadura clásica, ya sea porque no hay condiciones para instalarla o porque no es la intención de los actuales gobernantes.
Si admitimos que en Venezuela no hay una dictadura, sería interesante preguntarse si ello ocurre porque el gobierno así lo quiere o a pesar suyo. Todos los datos políticos que llegan de Venezuela parecen indicar esta segunda posibilidad. Los discursos, el modo de ejercer el poder, las instituciones estatales y paraestatales que se crean para fortalecerlo, dan cuenta de un proyecto estratégico dictatorial.
En estos comicios, Chávez ganó en 17 de las 22 gobernaciones en juego y perdió las cinco restantes. En cualquier parte del mundo, estos resultados constituyen una victoria y, para algún comentarista entusiasmado por los aires oficialistas, una victoria aplastante. La oposición podrá decir que controla Estados y ciudades importantes, que ha ganado o revalidado títulos en regiones clave, pero a la hora de hacer las sumas y las restas queda claro que quien ganó fue el chavismo.
El único problema que se le presenta al señor Chávez es que para su pretensión de representar a la totalidad del pueblo de Venezuela el hecho concreto de una oposición que expresa algo más del cuarenta por ciento del electorado es una contradicción difícil de resolver. Digamos que para un demócrata clásico, que supone que las elecciones se ganan y se pierden y que la alternancia es uno de los componentes básicos del sistema, ganar como lo hizo Chávez es una victoria importante, pero para quien supone o imagina que es la encarnación misma de la nación, ganar sabiendo que existe un significativo porcentaje de opositores es un fracaso. Es que se hace muy difícil explicar y explicarse por qué en esta Venezuela “liberada de las minorías oligárquicas e imperialistas” existe un cuarenta por ciento de la población que se resiste a admitir los indudables beneficios de la revolución bolivariana.
Tal vez el dato más elocuente que ejemplifica los vicios y los límites del régimen chavista lo da el hecho real de haber fracturado a la sociedad en dos campos antagónicos. Poco importa quién empezó la fractura o quién inició las hostilidades. En política, la responsabilidad de mantener unida a la nación es del oficialismo. Cuando esto no ocurre, un país se coloca en los umbrales de la guerra civil o la disolución nacional. La única coartada para impedir este desenlace es la dictadura, la liquidación de la oposición, la concentración absoluta del poder y la prolongación en la presidencia del dictador.
Esto es lo que hizo Castro en Cuba y esto es lo que no puede hacer Chávez en Venezuela porque el escenario internacional, las condiciones históricas y la propia realidad interna del país se lo impiden.
¿Es arbitrario suponer que Chávez pretende este objetivo? Sus discursos, sus referentes nacionales, su insistencia en la reelección indefinida, su formación castrense, permiten suponer que el Estado ideal de Chávez es la dictadura, la “dictadura popular” por supuesto, pero dictadura al fin. Con todo, los desaciertos de Chávez no justifican las políticas conspirativas de sectores de la oposición. En estos escenarios confrontativos, parecería que las imputaciones que se hacen los extremos del arco político tienden a confirmarse perversamente.
Si en la guerra, la primera víctima es la verdad, lo mismo puede decirse cuando las leyes de la guerra son las que dominan a la política. Concebida la lucha política como un campo irreductible de amigos y enemigos, los primeros sacrificados son quienes defienden las posiciones moderadas. La gran responsabilidad de Chávez es haber extremado las contradicciones, constituyendo un campo irreductible de antagonismos políticos y sociales.
Asimismo, sectores de la oposición no han vacilado en promover el golpismo y la alianza con grupos de poder extranjeros para derrocar al “tirano”. Lo más patético y lo más condenable de estas conductas es su ineficacia, su absoluta esterilidad, su predisposición a darle los mejores argumentos al supuesto enemigo para seguir justificando sus excesos. Por lo tanto, la responsabilidad más seria de la oposición, de una oposición que quiera ser leal a su discurso democrático, es presentar a la sociedad una propuesta unificada seria y capaz de ganar el corazón y la cabeza de las clases populares. Al respecto nunca se debe olvidar que si el paradigma de la democracia es la soberanía popular, el único camino a recorrer es el de las elecciones. El poder se gana o se pierde con votos. Lo demás es conspiración, golpismo o algo peor.