EDITORIAL

Una campaña sucia que conspira contra la democracia

Un reciente estudio acerca de las elecciones en Estados Unidos señala que en la opinión pública las noticias negativas quedan registradas en la memoria en una proporción de siete a uno con respecto a las positivas. Esto quiere decir que, por diferentes motivos, en el electorado las críticas corrosivas, los ataques personales, las descalificaciones personales y, en más de un caso, los insultos, suelen ser más efectivos a la hora de impactar en la memoria que las propuestas positivas.

El tema preocupa a políticos y cientistas sociales porque es la manifestación de una crisis profunda de los modos de hacer política, construir las imágenes y dirimir los conflictos. No se trata en este caso de cuestionar la polémica o el debate como recursos legítimos de la democracia, sino de observar un estilo practicado desde el poder tendiente a montar verdaderas operaciones para descalificar a los adversarios. Por supuesto, la generalización de estas prácticas van en desmedro del verdadero debate, de alguna manera deben ser consideradas como auténticas conspiraciones contra la democracia.

Lo que sucede en Estados Unidos se expresa en la Argentina con más intensidad. Particularmente en los últimos años esta tendencia se ha acentuado y los Kirchner han sido los únicos -no exclusivos- promotores de este estilo que en la jerga popular se califica como “campañas sucias”. Hace unos años la víctima de este estilo fue el dirigente opositor Enrique Olivera. Después se supo que todo lo dicho eran mentiras, pero eso se conoció después de las elecciones, cuando el daño ya estaba hecho y era irreparable.

Lo sucedido con De Narváez se inscribe en la misma lógica; lo mismo que las vidriosas operaciones tendientes a presentar a un personaje anónimo como candidato cuyo apellido -casualmente- coincide con el del principal dirigente opositor en provincia de Buenos Aires. O la extraña promoción de Patti y su candidatura desde la cárcel. O las sospechosas “investigaciones objetivas” promovidas por periodistas de reconocida filiación oficialista destinadas a poner en duda la actividades económicas de los opositores.

Toda campaña sucia se realiza desde el poder y con recursos públicos. El otro dato que la distingue es que sus imputaciones en la inmensa mayoría de los casos son falsas. Se trata de sugestionar al electorado con calumnias y difamaciones. En el siglo XXI estas operaciones son peligrosas porque disponen de técnicas que permiten modelar las imágenes y los símbolos de las creencias colectivas. También sus prejuicios y sus afanes consumistas. Se sabe que a estas maniobras sólo se las puede conjurar con la verdad, pero la verdad -o lo que entendemos por verdad- también es una construcción cuya eficacia opera a mediano y largo plazo, cuando el objetivo de la campaña sucia es producir resultados en un tiempo breve, pero efectivo de la coyuntura.